miércoles, 18 de marzo de 2009

La importancia de la oración

SAN PEDRO JULIÁN EYMARD

Dios, al prometer el mesías al pueblo judío, caracteriza su misión con estas palabras: “Derramaré sobre la casa de David y sobre todos los moradores de Jerusalén el espíritu de gracia y de oración.”

Aunque antes de la venida de Jesucristo se oraba y Dios daba la gracia, sin la cual nunca hubiesen podido santificarse los justos; pero esta gracia de oración no era buscada con ardor, ni debidamente estimada.

Jesucristo vino como rocío de gracia que cubre toda la tierra, y derramó por doquier el espíritu de oración.

La oración es la característica de la religión católica y la señal de la santidad de un alma y aun la santidad misma; ella hace los santos y es la primera señal de su santidad.

Cuando veáis que alguno vive de oración, decid: veo un santo.

Siente san Pablo el llamamiento de Dios, y al punto se pone en oración.

¿Qué hace en Damasco durante tres días? Ora.

Es enviado Ananías por el Señor para bautizarle. Iba a resistir un instante a la orden de Dios, temiendo al perseguidor de los cristianos, cuando “vete, le dice el Señor, pues le encontrarás en oración: Ecce enim orat”.

Ya es un santo, puesto que ora.

No dice el Señor: Se mortifica o ayuna, sino ora.

Quienquiera ore, llegará a hacerse santo.

La oración es luz y poder; es la acción misma de Dios, de cuyo poder dispone el que ora.

Nunca veréis que se hace Santo uno que no ora. No os dejéis engañar por hermosas palabras o por apariencias que también el demonio puede mucho y es muy sabio: a lo mejor se cambia en ángel de luz.

No os fiéis de la ciencia, que no es ella la que hace santo. El conocimiento sólo de la verdad es ineficaz para santificar; es menester que se le junte el amor. Pero ¡qué digo! ¡Si entre ver la verdad y la santidad media un abismo! ¡Cuántos genios se han Condenado!

Voy aún más lejos, y digo que las buenas obras de celo no santifican tampoco por sí solas. No es éste el carácter que Dios ha dado a la santidad.

Aunque los fariseos observaban la ley, hacían limosna y consagraban los diezmos al Señor, el Salvador los llama “sepulcros blanqueados”.

El evangelio nos muestra que la prudencia, la templanza y la abnegación pueden juntarse con una conciencia viciosa; así lo atestiguan los fariseos, cuyas obras no oraban nunca, por más que trabajaran mucho.

Las buenas obras exteriores no constituyen, por consiguiente, la santidad de un alma, así como tampoco la penitencia y la mortificación. ¡Qué hipocresía y orgullo no encubren a veces un hábito pobre y una cara extenuada por las privaciones!

Si, al contrario, un alma ora, posee un carácter que nunca engaña.

Cuando se ora se tienen todas las demás virtudes y se es santo.

¿Qué otra cosa es la oración sino la santidad practicada?

En ella encuentran ejercicio todas las demás virtudes, como la humildad, que hace que confeséis ante Dios que os falta todo, que nada poseéis; que os hace confesar vuestros pecados; levantar los ojos a Dios y proclamar que sólo El es santo y bueno.

En la oración se ejercitan también la fe, la esperanza y la caridad. ¿Qué más?

Orando ejercitamos todas las virtudes morales y evangélicas.

Cuando oramos hacemos penitencia, nos mortificamos; la imaginación queda sojuzgada, se clava la voluntad, encadénase el corazón, se practica la humildad.

La oración es la mismísima santidad, pues que encierra el ejercicio de todas las demás virtudes.

Hay quienes dicen: ¡Si la oración no es más que pereza! ¿Sí? Vengan los mayores trabajadores, los que se dan febrilmente a las obras, que pronto sentirán harto mayor dificultad en orar que en entregarse a sacrificarse por cualesquiera obras de celo. ¡Ah! ¡Es más dulce, más consolador para la naturaleza y más fácil el dar que el pedir a Dios!

Sí; la oración por sí sola vale por todas las virtudes, y sin ella nada hay que valga ni dure. La misma caridad se seca como planta sin raíz cuando falta la oración que la fecunde y la refresque.

Porque en el plan divino la oración no es otra cosa que la misma gracia. ¿No habéis parado mientes en que las tentaciones más violentas son las que se desencadenan contra la oración?

Tanto teme el demonio o la oración que nos dejaría hacer todas las buenas obras posibles limitando su actividad a impedir que oremos o a viciar nuestra oración.

Por lo que debemos estar de continuo sobre aviso, alimentar incesantemente de oración nuestro espíritu, hacer de la oración el primero de nuestros deberes.

No se dice en el evangelio que haya de preferirse la salvación del prójimo a la propia, sino todo lo contrario: “¿Qué servirá al hombre convertir al universo mundo, si perdiera su alma?”

La primera ley es salvarse a si mismo y no se salva sino orando.

Es esta, ¡ay!, una ley que se viola todos los días.

Fácilmente se descuida uno por, favorecer a los otros y se entrega a las obras de caridad.

Claro, la caridad es fácil y consoladora, nos eleva y honra, en tanto que la oración… huímos de ella por ser perezosos.

No nos atrevemos a entregarnos a esta práctica de la oración, porque es cosa que no mete ruido y resulta humillante para la naturaleza.

Si para vivir naturalmente hace falta alimentarse, la condición ineludible para vivir sobrenaturalmente es orar.

Nunca abandonéis la oración, aun cuando fuera preciso abandonar para ello la penitencia, las obras de celo y hasta la misma Comunión.

La oración es propia de todos los estados y todos los santifica.

— ¡Cómo! ¿Dejar la Comunión, que nos da a Jesús, antes que la oración?

—Sí; porque sin la oración ese Jesús que recibís es como un remedio cuya envoltura os impide recibir sus saludables efectos.

Nada grande se hace por Jesucristo sin la oración; la oración os reviste de sus virtudes, y si no oráis, ni los santos ni el mismísimo Dios os harán adelantar un paso en el camino de la perfección.

Hasta tal punto es la oración ley de la santidad, que cuando Dios quiere elevar a un alma no aumenta sus virtudes, sino su espíritu de oración, o sea su potencialidad.

La aproxima más a sí mismo, y en eso está todo el secreto de la santidad.

Consultad vuestra propia experiencia. Cuantas veces os habéis sentido inclinados hacia Dios, otras tantas habéis recurrido a la oración y al retiro.

Y los santos, que sabían la importancia de la oración, la estimaban más que todo lo demás; suspiraban de continuo por el momento en que quedasen libres para darse a la oración, la cual les atraía como el imán al hierro.

Por eso su recompensa ha sido la oración y en el cielo están orando continuamente.

¡Ah, sí, los santos oraban siempre y dondequiera! Esta era la gracia de su santidad, y es también la de cuantos quieren santificarse.

Y, lo que vale más, sabían hacer orar a cuanto les rodeaba.

Escuchad a David: Benedicite, omnia opera Domini, Domino, Omnia, todas las cosas. David presta a todos los seres, aun inanimados, un canto de amor a Dios. ¿Qué quiere decir esto?

¡Ah, que las criaturas alaban a Dios si nosotros sabemos ser su voz; nosotros debemos alabar por ellas!

Podemos animar toda la naturaleza con este divino soplo de la oración y formar con todos los seres creados un magnífico concierto de oraciones a Dios.

Oremos, por tanto, gustemos de orar, aumentemos de día en día nuestro espíritu de oración.

Si no oráis, os perderéis; y si Dios os abandona, tened entendido que es porque no oráis. Os parecéis al desdichado que con estar ahogándose rehusa la cuerda que se le tiende para arrancarle a la muerte. ¿Qué hacer en este caso? ¡Está irremediablemente perdido!

¡Oh, os lo vuelvo a repetir, dejadlo todo, pero nunca la oración; ella os volverá al buen camino, por lejos que estéis de Dios, pero sólo ella!

Si os aficionáis a ella en la vida cristiana, os conducirá a la santidad y a la felicidad en este mundo y en el otro.


San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, Ed. Eucaristía, 4ª Ed., Madrid, 1963, Pág. 374-377

Fuente: http://salutarishostia.wordpress.com

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