SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO Obispo, Confesor y Doctor de la Iglesia
n. 27 de septiembre de 1696 en Nápoles, Italia;
† 1 de agosto de 1787 en Nocera, Italia
Fiesta: 02 de agosto.
Patrono de los confesores; teólogos de moral; personas escrupulosas.
Protector contra los escrúpulos y la artritis.
Se lo invoca para que asista en la perseverancia final y en las vocaciones.
San Alfonso María de Ligorio,
pintura de Fausto Conti — Casa de los Padres Redentoristas, Roma
n. 27 de septiembre de 1696 en Nápoles, Italia;
† 1 de agosto de 1787 en Nocera, Italia
Fiesta: 02 de agosto.
Patrono de los confesores; teólogos de moral; personas escrupulosas.
Protector contra los escrúpulos y la artritis.
Se lo invoca para que asista en la perseverancia final y en las vocaciones.
San Alfonso María de Ligorio,
pintura de Fausto Conti — Casa de los Padres Redentoristas, Roma
Con una carrera brillante y siendo el mejor partido del reino de Nápoles, San Alfonso lo abandona todo para dedicarse a la salvación de las almas, transformándose en un lucero de la Iglesia
La familia de Liguori o Ligorio existía en Nápoles desde antes de ser un Reino. José de Liguori aliaba la piedad a la valentía, y Ana Cavaliere era, por así decir, la propia paciencia y dulzura. De esta unión matrimonial nacía, el 27 de septiembre de 1696, Alfonso-María Cosme Damián Miguel de Liguori. A los nueve años fue admitido en la Congregación de Jóvenes Nobles del Oratorio; a los doce era un santo en miniatura, tal como fue formado por su madre: piadoso, recogido, amigo de las oraciones y enemigo obstinado del error. A los trece tocaba el clavicordio a la perfección; a los catorce emprendió viaje rumbo al doctorado, a través de la enmarañada floresta de las leyes napolitanas, compuestas de códigos heredados de diez pueblos diferentes. Rindió examen a los dieciséis años (la edad mínima era 20), y fue aprobado por unanimidad. A los dieciocho, entra en la Congregación de los Doctores —el colegio de abogados de la época— y en la década siguiente no perdió ninguna causa. No había partido ni carrera más brillantes. Su padre le puso dos princesas en su camino: a una, Dios la condujo al Carmelo, y la otra se apartó al no ser correspondida.
Resistencias enormes, uso de influencias, nada quiebra el llamado que una voz interior le hizo: “Deje el mundo y entréguese por entero a Mí”. A los 27 años, el primogénito de los Liguori cambia el hábito secular por el traje talar de Nuestro Señor.
Una élite de santos decididos
Como diácono-catequista y predicador, arrastraba a las personas e inflamaba en las almas el amor a Dios y el odio al pecado. Como sacerdote, tenía el don de hacer comprender a las almas la excelencia de la virginidad y el estado religioso. Después de una prédica suya quince jóvenes se decidieron por el claustro. Su palabra tenía tal poder que abatía a los pecadores más obstinados.
Sintiendo el llamado para fundar una congregación religosa —la futura congregación redentorista—, el primer esfuerzo para hacerlo claudica. Lo reintenta, convencido de que era voluntad de Dios. Nuevas esperanzas, nuevos tropiezos. Alfonso entendió que no debería tener una congregación con muchos miembros, sino con “una élite de santos decididos, como los apóstoles, a dar sus vidas para predicar el reino de Dios y salvar las almas”. De hecho en 1764, aún en vida del fundador, ¡la congregación contaba ya con siete miembros muertos en olor de santidad!
Confesaría, más tarde, que frecuentemente conversaba con la Madre de Dios, y que Ella le daba muchos consejos concernientes a asuntos de la congregación y le decía muchas cosas bellas.
El reino de Nápoles entero vio las maravillas de los nuevos misioneros y también los desastres. En 1737, una revolución de calumnias los obliga a huir. Hecho curioso, todos los cabecillas de aquella persecución tuvieron muertes que llamaron la atención: gritos pavorosos, atroces convulsiones, un miembro que se seca o que es devorado por los gusanos.
Su pasión: salvar almas
A los 54 años, el pueblo de Nápoles tenía bajo sus ojos a un verdadero santo, poderoso en obras y en palabras, humilde y dulce como el Maestro. A pesar de sus ocupaciones y preocupaciones, pasaba un tiempo considerable a lo pies del Santísimo Sacramento, donde preparaba los discursos y sacaba fuerzas para subir al púlpito, incluso cuando su cuerpo quebrado por la fatiga o por el sufrimiento parecía rehusarse.
Apóstol de un reino y fundador, tenía una pasión, que era la de salvar las almas, y que no le permitía tomarse un instante de reposo. Bajo la acción del fuego que lo devoraba, aumentaba siempre su campo de trabajo y de combate. El amor a Dios, aliado al voto heroico de nunca perder una fracción de tiempo, a no ser para el apostolado, centuplicaba sus fuerzas.
“Las Glorias de María”, escrito en homenaje a la Santísima Virgen, inauguraba su lucha anti-jansenista y anti-volteriana (Voltaire, 1694-1778, impío escritor francés).
Fundador, Obispo, orador, moralista, apologista, místico, era también poeta y artista, pues aún hoy, a través de los valles y montañas italianas, sus cánticos populares resuenan y conservan su juvenil frescor.
Cuando Alfonso leyó la carta del Papa nombrándolo obispo, quedó mudo, aterrado como un hombre alcanzado por un rayo. Gruesas lágrimas corrían de sus ojos. Sin perder tiempo, reunió todos los argumentos que a su parecer serían suficientes para que el Papa aceptara su renuncia: 66 años, enfermo, sordo, cojo, casi ciego, asmático. ¡Además del escándalo que daría a sus hermanos, viéndolo llevar la cruz y el báculo! De nada valió. El Papa tenía sus razones.
Como obispo de Santa Ágata, persiguió implacablemente el error donde se encontraba, hasta en los últimos refugios. Era dulce y paciente cuando se trataba de injurias personales, pero sentía en sí vivamente la afrenta a Dios y el daño causado a las almas, y actuaba en consecuencia. En dos años la diócesis sufrió una transformación completa. La piedad volvía a los santuarios, la palabra apostólica a las cátedras y la ciencia a los confesionarios.
Hasta los volcanes le obedecen
En 1768 es atacado por una fiebre misteriosa, y dolores fuertísimos se propagan por sus articulaciones, obligándolo a curvar la cabeza hasta recostar el mentón en el pecho. Como Dios le conservaba la inteligencia y la mano, escribe: “La verdad de la fe”, “Historia de la herejías y su refutación”, “Triunfo de la Iglesia”, “Consideraciones sobre la Pasión”, “Victoria de los Mártires”, etc.
En aquel cuerpo deshecho ardía siempre el corazón del apóstol. El fuego del celo se volvía día a día más ardiente. Un pedido suyo hizo llover; una Señal de la Cruz devolvió las lavas del Vesubio dentro del cráter.
Sus últimos años serían de grandes dolores y horripilantes tempestades. Si alguna vez Dios lo conducía al Tabor, sería apenas para ayudarlo a subir el Calvario. En 1770, el Papa, basado en falsos informes y hechos adulterados, firmó un decreto que significaba su exclusión de la Congregación. Recibió la noticia sereno, pero después sufrió una terrible tentación de desesperación, pensando que era por culpa de sus pecados.
Aislado del mundo por el enflaquecimiento del cuerpo y de los sentidos, extenuado por los largos sufrimientos y mortificaciones, cubierto de enfermedades, sordo, casi ciego, incapaz de moverse sin ayuda, no le quedaba a este anciano postrado en una silla de ruedas sino la llama siempre ardiente del divino amor.
Todos querían una reliquia
En la noche del alma no faltaron las tentaciones asustadoras contra la fe, la pureza, la humildad y la esperanza. Decía que se sentía como un hombre molido por los golpes de la justicia de Dios.
Sus últimos días fueron llenos de éxtasis, de dones sobrenaturales, de visión de las cosas ocultas, de discernimiento de los espíritus, de profecías y milagros. Cuando se supo que su enfermedad era mortal, las oraciones fueron incesantes, y también la búsqueda de cualquier cosa que le pertenecía, para ser conservada como reliquia.
El día 1º de agosto de 1787, en el momento en que las campanas tocaban el Angelus, entregaba su alma a Dios. Su cuerpo, a pesar del calor y de la gangrena que surgió en la herida que la mandíbula produjo en el pecho, y que precipitó su muerte, no exhalaba ningún mal olor y se mantuvo flexible. La multitud se aproximaba con rosarios, escapularios, medallas y flores, para transformarlas en reliquias.
San Alfonso María de Ligorio, desaparecía en las vísperas de la Revolución Francesa, que se abatió sobre los altares y los tronos y propagó el desprecio a Jesucristo, su Iglesia, sus sacerdotes y sus religiosos. Pero los santos no mueren: sus huesos, sus vestiduras, sus menores reliquias obran efectos que sobrepasan el poder de los reyes. Más de 50 personas fueron curadas, instantáneamente, por el simple contacto con alguna reliquia suya, en los años siguientes.
En la madrugada del 26 de mayo de 1839, 101 tiros de cañón anunciaban su solemne canonización por el Papa Gregorio XVI. Más tarde, el Bienaventurado Pío IX lo proclamaría como Doctor excelente, luz de la Santa Iglesia.
La familia de Liguori o Ligorio existía en Nápoles desde antes de ser un Reino. José de Liguori aliaba la piedad a la valentía, y Ana Cavaliere era, por así decir, la propia paciencia y dulzura. De esta unión matrimonial nacía, el 27 de septiembre de 1696, Alfonso-María Cosme Damián Miguel de Liguori. A los nueve años fue admitido en la Congregación de Jóvenes Nobles del Oratorio; a los doce era un santo en miniatura, tal como fue formado por su madre: piadoso, recogido, amigo de las oraciones y enemigo obstinado del error. A los trece tocaba el clavicordio a la perfección; a los catorce emprendió viaje rumbo al doctorado, a través de la enmarañada floresta de las leyes napolitanas, compuestas de códigos heredados de diez pueblos diferentes. Rindió examen a los dieciséis años (la edad mínima era 20), y fue aprobado por unanimidad. A los dieciocho, entra en la Congregación de los Doctores —el colegio de abogados de la época— y en la década siguiente no perdió ninguna causa. No había partido ni carrera más brillantes. Su padre le puso dos princesas en su camino: a una, Dios la condujo al Carmelo, y la otra se apartó al no ser correspondida.
Resistencias enormes, uso de influencias, nada quiebra el llamado que una voz interior le hizo: “Deje el mundo y entréguese por entero a Mí”. A los 27 años, el primogénito de los Liguori cambia el hábito secular por el traje talar de Nuestro Señor.
Una élite de santos decididos
Como diácono-catequista y predicador, arrastraba a las personas e inflamaba en las almas el amor a Dios y el odio al pecado. Como sacerdote, tenía el don de hacer comprender a las almas la excelencia de la virginidad y el estado religioso. Después de una prédica suya quince jóvenes se decidieron por el claustro. Su palabra tenía tal poder que abatía a los pecadores más obstinados.
Sintiendo el llamado para fundar una congregación religosa —la futura congregación redentorista—, el primer esfuerzo para hacerlo claudica. Lo reintenta, convencido de que era voluntad de Dios. Nuevas esperanzas, nuevos tropiezos. Alfonso entendió que no debería tener una congregación con muchos miembros, sino con “una élite de santos decididos, como los apóstoles, a dar sus vidas para predicar el reino de Dios y salvar las almas”. De hecho en 1764, aún en vida del fundador, ¡la congregación contaba ya con siete miembros muertos en olor de santidad!
Confesaría, más tarde, que frecuentemente conversaba con la Madre de Dios, y que Ella le daba muchos consejos concernientes a asuntos de la congregación y le decía muchas cosas bellas.
El reino de Nápoles entero vio las maravillas de los nuevos misioneros y también los desastres. En 1737, una revolución de calumnias los obliga a huir. Hecho curioso, todos los cabecillas de aquella persecución tuvieron muertes que llamaron la atención: gritos pavorosos, atroces convulsiones, un miembro que se seca o que es devorado por los gusanos.
Su pasión: salvar almas
A los 54 años, el pueblo de Nápoles tenía bajo sus ojos a un verdadero santo, poderoso en obras y en palabras, humilde y dulce como el Maestro. A pesar de sus ocupaciones y preocupaciones, pasaba un tiempo considerable a lo pies del Santísimo Sacramento, donde preparaba los discursos y sacaba fuerzas para subir al púlpito, incluso cuando su cuerpo quebrado por la fatiga o por el sufrimiento parecía rehusarse.
Apóstol de un reino y fundador, tenía una pasión, que era la de salvar las almas, y que no le permitía tomarse un instante de reposo. Bajo la acción del fuego que lo devoraba, aumentaba siempre su campo de trabajo y de combate. El amor a Dios, aliado al voto heroico de nunca perder una fracción de tiempo, a no ser para el apostolado, centuplicaba sus fuerzas.
“Las Glorias de María”, escrito en homenaje a la Santísima Virgen, inauguraba su lucha anti-jansenista y anti-volteriana (Voltaire, 1694-1778, impío escritor francés).
Fundador, Obispo, orador, moralista, apologista, místico, era también poeta y artista, pues aún hoy, a través de los valles y montañas italianas, sus cánticos populares resuenan y conservan su juvenil frescor.
Cuando Alfonso leyó la carta del Papa nombrándolo obispo, quedó mudo, aterrado como un hombre alcanzado por un rayo. Gruesas lágrimas corrían de sus ojos. Sin perder tiempo, reunió todos los argumentos que a su parecer serían suficientes para que el Papa aceptara su renuncia: 66 años, enfermo, sordo, cojo, casi ciego, asmático. ¡Además del escándalo que daría a sus hermanos, viéndolo llevar la cruz y el báculo! De nada valió. El Papa tenía sus razones.
Como obispo de Santa Ágata, persiguió implacablemente el error donde se encontraba, hasta en los últimos refugios. Era dulce y paciente cuando se trataba de injurias personales, pero sentía en sí vivamente la afrenta a Dios y el daño causado a las almas, y actuaba en consecuencia. En dos años la diócesis sufrió una transformación completa. La piedad volvía a los santuarios, la palabra apostólica a las cátedras y la ciencia a los confesionarios.
Hasta los volcanes le obedecen
En 1768 es atacado por una fiebre misteriosa, y dolores fuertísimos se propagan por sus articulaciones, obligándolo a curvar la cabeza hasta recostar el mentón en el pecho. Como Dios le conservaba la inteligencia y la mano, escribe: “La verdad de la fe”, “Historia de la herejías y su refutación”, “Triunfo de la Iglesia”, “Consideraciones sobre la Pasión”, “Victoria de los Mártires”, etc.
En aquel cuerpo deshecho ardía siempre el corazón del apóstol. El fuego del celo se volvía día a día más ardiente. Un pedido suyo hizo llover; una Señal de la Cruz devolvió las lavas del Vesubio dentro del cráter.
Sus últimos años serían de grandes dolores y horripilantes tempestades. Si alguna vez Dios lo conducía al Tabor, sería apenas para ayudarlo a subir el Calvario. En 1770, el Papa, basado en falsos informes y hechos adulterados, firmó un decreto que significaba su exclusión de la Congregación. Recibió la noticia sereno, pero después sufrió una terrible tentación de desesperación, pensando que era por culpa de sus pecados.
Aislado del mundo por el enflaquecimiento del cuerpo y de los sentidos, extenuado por los largos sufrimientos y mortificaciones, cubierto de enfermedades, sordo, casi ciego, incapaz de moverse sin ayuda, no le quedaba a este anciano postrado en una silla de ruedas sino la llama siempre ardiente del divino amor.
Todos querían una reliquia
En la noche del alma no faltaron las tentaciones asustadoras contra la fe, la pureza, la humildad y la esperanza. Decía que se sentía como un hombre molido por los golpes de la justicia de Dios.
Sus últimos días fueron llenos de éxtasis, de dones sobrenaturales, de visión de las cosas ocultas, de discernimiento de los espíritus, de profecías y milagros. Cuando se supo que su enfermedad era mortal, las oraciones fueron incesantes, y también la búsqueda de cualquier cosa que le pertenecía, para ser conservada como reliquia.
El día 1º de agosto de 1787, en el momento en que las campanas tocaban el Angelus, entregaba su alma a Dios. Su cuerpo, a pesar del calor y de la gangrena que surgió en la herida que la mandíbula produjo en el pecho, y que precipitó su muerte, no exhalaba ningún mal olor y se mantuvo flexible. La multitud se aproximaba con rosarios, escapularios, medallas y flores, para transformarlas en reliquias.
San Alfonso María de Ligorio, desaparecía en las vísperas de la Revolución Francesa, que se abatió sobre los altares y los tronos y propagó el desprecio a Jesucristo, su Iglesia, sus sacerdotes y sus religiosos. Pero los santos no mueren: sus huesos, sus vestiduras, sus menores reliquias obran efectos que sobrepasan el poder de los reyes. Más de 50 personas fueron curadas, instantáneamente, por el simple contacto con alguna reliquia suya, en los años siguientes.
En la madrugada del 26 de mayo de 1839, 101 tiros de cañón anunciaban su solemne canonización por el Papa Gregorio XVI. Más tarde, el Bienaventurado Pío IX lo proclamaría como Doctor excelente, luz de la Santa Iglesia.
Fuente: http://www.fatima.org.pe/
Recomendamos de sus obras:
El Gran Medio de la Oracion
Preparación para la muerte
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