sábado, 30 de marzo de 2013

Sor Maria de Jesus de Agreda: Mistica Ciudad de Dios, Libro sexto, Capitulos 24 y 25

CAPITULO 24

La herida que dieron con la lanza en el costado de Cristo ya difunto, su descendimiento de la cruz y sepultura y lo que en estos pasos obró María santísima hasta que volvió al cenáculo.
 

1436. El Evangelista San Juan Evangelista dice (Jn 19, 25) que cerca de la cruz estaba María santísima Madre de
Jesús, acompañada de Santa María Cleofás [ Día 9 de abril: In Judaea sanctae Maríae Cléophae, quam beátus Joánnes
Evangelista sorórem sactíssimae Dei Genitrícis Maríae núncupat, et cum hac simul juxta crucem Jesu stetísse narrat.]
y Santa María Magdalena [Día 22 de julio: Apud Massíliam, in Gállia, natális sanctae Maríae Magdalénae, de qua
Dóminus ejécit septem daemónia, et quae ipsum Salvátorem a mórtuis resurgéntem prima vidére méruit.] ; y aunque
esto lo refiere de antes que expirase nuestro Salvador, se ha de entender que perseveró la invicta Reina después,
estando siempre en pie, arrimada a la Cruz, adorando en ella a su muerto Jesús y a la divinidad que siempre estaba
unida al sagrado cuerpo. Estaba la gran Señora constantísima, inmóvil en sus inefables virtudes, entre las olas
impetuosas de dolores que entraban hasta lo íntimo de su castísimo corazón, y con su eminente ciencia confería en su
pecho los misterios de la Redención humana y la armonía con que la sabiduría divina disponía todos aquellos
sacramentos; y la mayor aflicción de la Madre de Misericordia era la desleal ingratitud que los hombres con tanto
daño propio mostrarían a beneficio tan raro y digno de eterno agradecimiento. Estaba asimismo cuidadosa cómo daría
sepultura al sagrado cuerpo de su Hijo santísimo, quién se le bajaría de la cruz, a donde siempre tenía levantados sus
divinos ojos. Con este doloroso cuidado se convirtió a sus Santos Ángeles que la asistían y les dijo: Ministros del
Altísimo y amigos míos en la tribulación, vosotros conocéis que no hay dolor como mi dolor; decidme, pues, cómo
bajaré de la cruz al que ama mi alma, cómo y dónde le daré honorífica sepultura, que como madre me toca este
cuidado; decidme qué haré y ayudadme en esta ocasión con vuestra diligencia.
1437. Respondiéronla los Santos Ángeles: Reina y Señora nuestra, dilátese Vuestro afligido corazón para lo que resta
de padecer. El Señor todopoderoso ha encubierto de los mortales su gloria y su potencia para sujetarse a la impía
disposición de los crueles malignos y quiere consentir que se cumplan las leyes puestas por los hombres, y una es que
los sentenciados a muerte no se quiten de la cruz sin licencia del mismo juez. Prestos y poderosos fuéramos nosotros
en obedeceros y en defender a nuestro verdadero Dios y Criador, pero su diestra nos detiene, porque su voluntad es
justificar en todo su causa y derramar la parte de sangre que le resta en beneficio de los hombres, para obligarlos
más al retorno de su amor que tan copiosamente los redimió (Sal 129, 7). Y si de este beneficio no se aprovecharen
como deben, será lamentable su castigo, y su severidad será la recompensa de haber caminado Dios con pasos lentos
en su venganza.—Esta respuesta de los Ángeles acrecentó el dolor de la afligida Madre, porque no se le había
manifestado que su Hijo santísimo había de ser herido con la lanzada, y el recelo de lo que sucedería con el sagrado
cuerpo la puso en nueva tribulación y congoja.
1438. Vio luego el tropel de gente armada que venía encaminándose al monte Calvario, y creciendo el temor de
algún nuevo oprobio que harían contra el Redentor muerto, habló con San Juan Evangelista y las Marías y dijo: ¡Ay de
mí, que llega ya el dolor a lo último y se divide mi corazón en el pecho! ¿Por ventura no están satisfechos los
ministros y judíos de haber muerto a mi Hijo y Señor? ¿Si pretenden ahora alguna nueva ofensa contra su sagrado
cuerpo ya difunto?—Era víspera de la gran fiesta del sábado de los judíos y para celebrarla sin cuidado habían pedido
a Pilatos licencia para quebrantar las piernas a los tres ajusticiados, con que acabasen de morir, y los bajasen aquella
tarde de las cruces y no quedasen en ellas el día siguiente. Con este intento llegó al Calvario aquella compañía de
soldados que vio María santísima, y en llegando, como hallaron vivos a los dos ladrones, les quebrantaron las piernas,
con que acabaron la vida; pero llegando a Cristo nuestro Salvador, como le hallaron muerto, no le quebrantaron las
piernas; cumpliéndose la misteriosa profecía del Éxodo (Ex 12, 42) en que mandaba Dios no quebrantasen los huesos
del cordero figurativo, que comían la Pascua. Pero un soldado que se llamaba San Longinos [Día 15 de marzo:
Caesaréae, in Cappadócia, pássio sancti Longíni mílitis, qui Dómini latus láncea perforásse perhibétur.], arrimándose a
la cruz de Cristo nuestro Salvador, le hirió con una lanza penetrándole su costado, y luego salió de la herida sangre y
agua, como lo afirma San Juan Evangelista (Jn 19, 34-35) que lo vio y dio testimonio de la verdad.
1439. Esta herida de la lanzada, que no pudo sentir el cuerpo sagrado y ya muerto, sintió su Madre santísima,
recibiendo en su castísimo pecho el dolor, como si recibiera la herida. Pero a este tormento sobreexcedió el que recibió
su alma santísima, viendo la nueva crueldad con que habían rompido el costado de su Hijo ya difundo; y movida de
igual compasión y piedad, olvidando su propio tormento, dijo a Longinos: El Todopoderoso te mire con ojos de
misericordia por la pena que has dado a mi alma. Hasta aquí no más llegó su indignación o, para decirlo mejor, su
piadosísima mansedumbre, para doctrina de todos los que fuésemos ofendidos. Porque en la estimación de la
candidísima paloma, esta injuria que recibió Cristo muerto fue muy ponderable, y el retorno que le dio al delincuente
fue el mayor de los beneficios, que fue mirarle Dios con ojos de misericordia, dándole bendiciones y dones por
agravios al ofensor. Y sucedió así; porque obligado nuestro Salvador de la petición de su Madre santísima, ordenó que
de la sangre y agua que salió de su divino costado salpicasen algunas gotas a la cara de San Longinos y por medio de
este beneficio le dio vista corporal, que casi no la tenía, y al mismo tiempo se la dio en su alma para conocer al
Crucificado, a quien inhumanamente había herido. Con este conocimiento se convirtió San Longinos y llorando sus
pecados los lavó con la sangre y agua que salió del costado de Cristo, y lo conoció y confesó por verdadero Dios y
Salvador del mundo. Y luego lo predicó en presencia de los judíos, para mayor confusión y testimonio de su dureza .
1440. La prudentísima Reina conoció el misterio de la lanzada y cómo en aquella última sangre y agua que salió del
costado de su Hijo santísimo salía de él la nueva Iglesia lavada y renovada en virtud de su pasión y muerte, y que del
sagrado pecho salían como de raíz los ramos que por todo el mundo se extendieron con frutos de vida eterna. Confirió
asimismo en su pecho interiormente el misterio de aquella piedra herida con la vara de la justicia del Eterno Padre (Ex
17, 6), para que despidiese agua viva con que mitigar la sed de todo el linaje humano, refrigerando y recreando a
cuantos de ella fuesen a beber. Consideró la correspondencia de estas cinco fuentes de pies, manos y costado, que se
abrieron en el nuevo paraíso de la humanidad santísima de Cristo nuestro Señor, más copiosas y eficaces para fertilizar
el mundo que las del paraíso terrestre divididas en cuatro partes por la superficie de la tierra (Gen 2, 10). Estos y
otros misterios recopiló la gran Señora en un cántico de alabanza que hizo en gloria de su Hijo santísimo, después que
fue herido con la lanza. Y con el cántico hizo ferventísima oración, para que todos aquellos sacramentos de la
Redención se ejecutasen en beneficio de todo el linaje humano.
1441. Corría ya la tarde de aquel día de Parasceve y la Madre piadosísima aún no tenía certeza de lo que deseaba,
que era la sepultura para su difunto Hijo Jesús; porque Su Majestad daba lugar a que la tribulación de su amantísima
Madre se aliviase por los medios que su divina Providencia tenía dispuestos, moviendo el corazón de José de Arimatea
y Nicodemus para que solicitasen la sepultura y entierro de su Maestro. Eran entrambos discípulos del Señor y justos,
aunque no del número de los setenta y dos; porque eran ocultos por el temor de los judíos, que aborrecían como a
sospechosos y enemigos a todos cuantos seguían la doctrina de Cristo nuestro Señor y le reconocían por Maestro. No
se le había manifestado a la prudentísima Virgen el orden de la voluntad divina sobre lo que deseaba de la sepultura
para su Hijo santísimo, y con la dificultad que se le representaba crecía el doloroso cuidado de que no hallaba salida
con su propia diligencia. Y estando así afligida levantó los ojos al cielo y dijo: Eterno Padre y Señor mío, por la
dignación de Vuestra bondad y sabiduría infinita fui levantada del polvo a la dignidad altísima de Madre de vuestro
Eterno Hijo, y con la misma liberalidad de Dios inmenso me concedisteis que le criase a mis pechos, le alimentase y le
acompañase hasta la muerte; ahora me toca como a Madre dar a su sagrado cuerpo honorífica sepultura y sólo llegan
mis fuerzas a desearlo y dividírseme el corazón de que no lo consigo. Suplico a Vuestra Majestad, Dios mío,
dispongáis con Vuestro poder los medios para que yo lo ejecute.
1442. Esta oración hizo la piadosa Madre después que recibió el cuerpo de Jesús difunto la lanzada y en breve
espacio reconoció que venía hacia el Calvario otra tropa de gente con escalas y aparato de otras cosas que pudo
imaginarse venían a quitar de la cruz su inestimable tesoro; pero como no sabía el fin, se afligió de nuevo en el recelo
de la crueldad judaica, y volviéndose a San Juan Evangelista le dijo: Hijo mío, ¿qué será este intento de los que vienen
con tanta prevención?—El Apóstol respondió: No temáis, Señora mía, a los que vienen, que son José y Nicodemus con
otros criados suyos y todos son amigos y siervos de vuestro Hijo santísimo y mi Señor.—Era José justo en los ojos del
Altísimo y en la estimación del pueblo noble y decurión con oficio de gobierno y del Consejo, como lo da a entender el
Evangelio, que dice no consintió José en el consejo ni obras de los homicidas de Cristo, a quien reconocía por
verdadero Mesías. Y aunque hasta su muerte era José discípulo encubierto, pero en ella se manifestó, obrando estos
nuevos efectos la eficacia de la Redención. Y rompiendo José el temor que antes tenía a la envidia de los judíos y no
reparando en el poder de los romanos, entró con osadía a Pilatos y le pidió el cuerpo de Jesús, difunto en la cruz, para
bajarle de ella y darle honrosa sepultura, afirmando que era inocente y verdadero Hijo de Dios, y que esta verdad
estaba testificada con los milagros de su vida y muerte.
1443. Pilatos no se atrevió a negar a José lo que pedía, antes le dio licencia para que dispusiese del cuerpo difunto de
Jesús todo lo que le pareciese bien. Y con este permiso salió José de casa del juez y llamó a Nicodemus, que también
era justo y sabio en las letras divinas y humanas y en las Sagradas Escrituras, como se colige de lo que le sucedió
cuando de noche fue a oír la doctrina de Cristo nuestro Señor, como lo cuenta San Juan Evangelista (Jn 3, 2). Estos dos
varones santos, con valeroso esfuerzo se resolvieron en dar sepultura a Jesús crucificado. Y José previno la sábana y
sudario en que envolverle y Nicodemus compró hasta cien libras de las aromas con que los judíos acostumbraban a
ungir los difuntos de mayor nobleza. Y con esta prevención, y de otros instrumentos, caminaron al Calvario,
acompañados de sus criados y de algunas personas pías y devotas, en quienes también obraba ya la sangre del divino
Crucificado, por todos derramada.
1444. Llegaron a la presencia de María santísima, que con dolor incomparable asistía al pie de la cruz, acompañada
de San Juan Evangelista y las Marías, y en vez de saludarla, con la vista del divino y lamentable espectáculo se renovó
en todos el dolor con tanta fuerza y amargura, que por algún espacio estuvieron José y Nicodemus postrados a los pies
de la gran Reina, y todos al de la cruz, sin contener las lágrimas y suspiros, sin hablar palabra; lloraban todos con
clamores y lamentos de amargura, hasta que la invicta Reina los levantó de tierra y los animó y confortó, y entonces la
saludaron con humilde compasión. La advertidísima Madre les agradeció su piedad y el obsequio que hacían a su Dios,
Señor y Maestro, en darle sepultura a su cuerpo muerto, en cuyo nombre les ofreció el premio de aquella obra. José de
Arimatea respondió y dijo: Ya, Señora nuestra, sentimos en el secreto de nuestros corazones la dulce y suave fuerza del
divino Espíritu, que nos ha movido con afectos tan amorosos, que ni los pudimos merecer, ni los sabemos explicar.—
Luego se quitaron las capas o mantos que tenían y por sus manos José y Nicodemus arrimaron las escalas a la Santa
Cruz y subieron a desenclavar el sagrado cuerpo, estando la dolorosa Madre muy cerca, y San Juan Evangelista con
Santa María Magdalena asistiéndola. Parecióle a José que se renovaría el dolor de la divina Señora, llegando tocar el
sagrado cuerpo cuando le bajasen, y advirtió al Apóstol que la retirase un poco de aquel acto, para divertirla. Pero San
Juan Evangelista, que conocía más el invencible corazón de la Reina, respondió que desde el principio de la pasión
había asistido a todos los trabajos del Señor y que no le dejaría hasta el fin, porque le veneraba como a Dios y le amaba
como a Hijo de sus entrañas.
1445. Con todo esto le suplicaron tuviese por bien de retirarse un poco mientras ellos bajaban de la cruz a su
Maestro. Respondió la gran Señora y dijo: Señores míos carísimos, pues me hallé a ver clavar en la cruz a mi
dulcísimo Hijo, tened por bien me halle a desenclavarle, que este acto tan piadoso, aunque lastime de nuevo el
corazón, cuanto más tratado y visto, dará mayor aliento en el dolor.—Con esto comenzaron a disponer el
descendimiento. Y quitaron lo primero la corona de la sagrada cabeza, descubriendo las heridas y roturas que dejaba
en ella muy profundas, bajáronla con gran veneración y lágrimas y la pusieron en manos de la dulcísima Madre.
Recibióla estando arrodillada y con admirable culto y la adoró, llegándola a su virginal rostro y regándola con
abundantes lágrimas, recibiendo con el contacto alguna parte de las heridas de las espinas. Pidió al Padre Eterno
hiciese cómo aquellas espinas consagradas con la sangre de su Hijo fuesen tenidas en digna reverencia por los fieles
a cuyo poder viniesen en el tiempo futuro.
1446. Luego, a imitación de la Madre, las adoraron San Juan Evangelista y Santa María Magdalena con las Marías y
otras piadosas mujeres y fieles que allí estaban; y lo mismo hicieron con los clavos. Entregáronlos primero a
María santísima y ella los adoró, y después todos los circunstantes. Para recibir la gran Señora el cuerpo muerto
de su Hijo santísimo, puesta de rodillas extendió los brazos con la sábana desplegada. San Juan Evangelista asistió a la
cabeza y Santa María Magdalena a los pies, para ayudar a José y Nicodemus, y todos juntos con gran veneración y
lágrimas le pusieron en los brazos de la dulcísima Madre. Este paso fue para ella de igual compasión y regalo;
porque el verle llagado y desfigurada aquella hermosura, mayor que la de todos los hijos de los hombres, renovó los
dolores del castísimo corazón de la Madre, y el tenerle en sus brazos y en su pecho le era de incomparable dolor y
juntamente de gozo, por lo que descansaba su ardentísimo amor con la posesión de su tesoro. Adoróle con supremo
culto y reverencia, vertiendo lágrimas de sangre. Y tras de Su Majestad le adoraron en sus brazos toda la multitud de
Ángeles que le asistían, aunque este acto fue oculto a los circunstantes; pero todos, comenzando San Juan Evangelista,
fueron adorando al sagrado cuerpo por su orden, y la prudentísima Madre le tenía en sus brazos asentada en el suelo,
para que todos le diesen adoración.
1447. Gobernábase en todas estas acciones nuestra gran Reina con tan divina sabiduría y prudencia, que a los hombres
y a los Ángeles era de admiración, porque sus palabra eran de gran ponderación, dulcísimas por la caricia y compasión
de su difunta hermosura, tiernas por la lástima, misteriosas por lo que significaban y comprendían. Ponderaba su dolor
sobre todo lo que puede causarle a los mortales, movía los corazones a compasión y lágrimas, ilustraba a todos para
conocer el sacramento tan divino que trataba. Y sobre todo esto, sin exceder ni faltar en lo que debía, guardaba en el
semblante una humilde majestad entre la serenidad de su rostro y dolorosa tristeza que padecía. Y con esta
variedad tan uniforme hablaba con su amabilísimo Hijo, con el Eterno Padre, con los Ángeles, con los circunstantes
y con todo el linaje humano, por cuya Redención se había entregado a la pasión y muerte. No me detengo más en
particularizar las prudentísimas y dolorosas razones de la gran Señora en este paso, porque la piedad cristiana pensará
muchas y no es posible detenerme en cada uno de estos misterios.
1448. Pasado algún espacio de tiempo que la dolorosa Madre tuvo en su seno al difunto Jesús, porque corría ya la tarde
la suplicaron San Juan Evangelista y José diese lugar para el entierro de su Hijo y Dios verdadero. Permitiólo la
prudentísima Madre, y sobre la misma sábana fue ungido su sagrado cuerpo con las especies y ungüentos aromáticos
que trajo Nicodemus, gastando en este religioso obsequio todas las cien libras que se habían comprado. Y así ungido
fue colocado el cuerpo deífico en un féretro, para llevarle al sepulcro. La divina Señora, advertidísima en todo,
convocó del cielo muchos coros de Ángeles que con los de su guarda acudiesen al entierro del cuerpo de su Criador, y
al punto descendieron de las alturas en cuerpos visibles, aunque no para los demás circunstantes, sino para su Reina y
Señora. Ordenóse una procesión de Ángeles y otra de hombres y levantaron el sagrado cuerpo San Juan Evangelista,
José, Nicodemus y el centurión que asistió a la muerte y le confesó por Hijo de Dios; seguían la divina Madre
acompañada de la Magdalena y las Marías y las otras piadosas mujeres sus discípulas. Juntóse a más de estas personas
otro gran número de fieles, que movidos de la divina luz vinieron al Calvario después de la lanzada. Todos así
ordenados caminaron con silencio y lágrimas a un huerto que estaba cerca, donde José tenía labrado un sepulcro
nuevo, en el cual nadie se había depositado ni enterrado. En este felicísimo sepulcro pusieron el sagrado cuerpo de
Jesús. Y antes de cubrirle con la lápida, le adoró de nuevo la prudente y religiosa Madre, con admiración de todos,
Ángeles y hombres. Y luego unos y otros la imitaron, y todos adoraron al crucificado y sepultado Señor y cerraron el
sepulcro «con la lápida, que como dice el Evangelio (Mt 27, 60) era muy grande.
1449. Cerrado el sepulcro de Cristo, al mismo punto se volvieron a cerrar los que en su muerte se abrieron,
porque entre otros misterios estuvieron como aguardando si les tocara le feliz suerte de recibir en sí a su Criador
humanado muerto, que es lo que le podían ofrecer, cuando los judíos no le recibían vivo y bienhechor suyo.
Quedaron muchos Ángeles en guarda del sepulcro, mandándoselo su Reina y Señora, como quien dejaba en él
depositado el corazón. Y con el mismo silencio y orden que vinieron todos del Calvario, se volvieron a él. Y la divina
Maestra de las virtudes se llegó a la Santa Cruz y la adoró con excelente veneración y culto. Y luego la siguieron en
este acto San Juan Evangelista, José y todos los que asistían al entierro. Era ya tarde y caído el sol, y la gran Señora
desde el Calvario se fue a recoger a la casa del Cenáculo, a donde la acompañaron los que estuvieron al entierro; y
dejándola en el cenáculo con San Juan Evangelista y las Marías y otras compañeras. se despidieron de ella los demás y
con grandes lágrimas y sollozos la pidieron les diese su bendición. Y la humildísima y prudentísima Señora les
agradeció el obsequio que a su Hijo santísimo habían hecho y el beneficio que ella había recibido, y los despidió llenos
de otros interiores y ocultos favores y de bendiciones de dulzura de su amable natural y piadosa humildad.
1450. Los judíos, confusos y turbados de lo que iba sucediendo, fueron a Pilatos el sábado por la mañana y le
pidieron mandase guardar el sepulcro; porque Cristo, a quien llamaron seductor, había dicho y declarado que después
de tres días resucitaría, y sería posible que sus discípulos robasen el cuerpo y dijesen que había resucitado. Pilatos
contemporizó con esta maliciosa cautela y les concedió las guardas que pedían, y las pusieron en el sepulcro.
Pero los pérfidos pontífices sólo pretendían oscurecer el suceso que temían, como se conoció después
cuando sobornaron a las guardas para que dijesen que no había resucitado Cristo nuestro Señor sino que le habían
robado sus discípulos. Y como no hay consejo contra Dios (Prov 21, 30), por este medio se divulgó más y se confirmó
la resurrección.

Doctrina que me dio la Reina del cielo María santísima.

1451. Hija mía, la herida que recibió mi Hijo santísimo en el costado con la lanza fue sólo para mí muy cruel y
dolorosa, pero sus efectos y misterios son suavísimos para las almas santas que saben gustar de su dulzura. A mí me
afligió mucho, mas a quien se encaminó este favor misterioso, sírvele de gran regalo y alivio en sus dolores. Y para
que tú lo entiendas y participes, debes considerar que mi Hijo y Señor, por el amor ardentísimo que tuvo a los
hombres, sobre las llagas de los pies y manos, quiso admitir la del costado sobre el corazón, que es el asiento del amor,
para que por aquella puerta entrasen como a gustarle y participarle en su misma fuente y allí tuviesen las almas su
refrigerio y refugio. Este sólo quiero yo que busques tú en el tiempo de tu destierro y que le tengas por habitación
segura sobre la tierra. Allí aprenderás las condiciones y leyes del amor en que imitarme y entenderás cómo en retorno
de las ofensas que recibieres has de volver bendiciones a quien las hiciere contra ti o contra alguna cosa tuya, como
has conocido que yo lo hice, cuando fui lastimada con la herida que recibió mi Hijo santísimo en el pecho ya difunto.
Y te aseguro, carísima, que no puedes hacer otra obra más poderosa para alcanzar con eficacia la gracia que deseas con
el Altísimo. Y no sólo para ti, sino también para el ofensor es poderosa la oración que se hace perdonando las injurias,
porque se conmueve el corazón piadoso de mi Hijo santísimo, viendo que le imitan las criaturas en perdonar y orar por
quien ofende, por lo que en esto participan de su excelentísima caridad que manifestó en la cruz. Escribe en tu corazón
esta doctrina y ejecútala para imitarme y seguirme en la virtud de que hice mayor estimación. Mira por aquella herida
el corazón de Cristo tu esposo y a mí en él, amando tan dulce y eficazmente a los ofensores y a todas las criaturas.
1452. Advierte también la providencia tan puntual y atenta con que el Altísimo acude oportunamente a las
necesidades de las criaturas que le llaman con verdadera confianza, como lo hizo Su Majestad conmigo cuando me
hallé afligida y desamparada para dar sepultura a mi Hijo santísimo, como debía hacerlo. Para socorrerme en este
aprieto, dispuso el Señor con piadosa caridad y afecto los corazones de José y Nicodemus y de los otros fieles que acudieron
a enterrarle. Y fue tanto lo que estos varones justos me consolaron en aquella tribulación, que por esta obra y mi
oración los llenó el Altísimo de admirables influencias de su divinidad, con que fueron regalados el tiempo que
duró el entierro y el descendimiento de la cruz, y desde aquella hora quedaron renovados e ilustrados de los
misterios de la Redención. Este es el orden admirable de la suave y fuerte Providencia del Altísimo, que para obligarse
de unas criaturas pone en trabajo a otras y mueve la piedad de quien puede hacer bien al necesitado, para que el
bienhechor, por la buena obra que hace y por la oración del pobre que la recibe, sea remunerado con la gracia que por
otro camino no mereciera. Y el Padre de las misericordias, que inspira y mueve con sus auxilios la obra que se hace, la
paga después como de justicia, porque correspondemos a sus inspiraciones con lo poco que de nuestra parte
cooperamos, en lo que por ser bueno es todo de su mano (Sant 1, 17).
1453. Considera también el orden rectísimo de esta Providencia en la justicia que ejecuta, recompensando los
agravios que se reciben con paciencia; pues habiendo muerto mi Hijo santísimo despreciado, deshonrado y blasfemado
de los hombres, ordenó el Altísimo luego que fuese honrosamente sepultado y movió a muchos para que le confesasen
por verdadero Dios y Redentor y le aclamasen por santo, inocente y justo, y que en la misma ocasión, cuando acababan
de crucificarle afrentosamente, fuese adorado y venerado con supremo culto como Hijo de Dios, y hasta sus mismos
enemigos sintiesen dentro de sí mismos el horror y confusión del pecado que cometieron en perseguirle. Aunque no
todos se aprovecharon de estos beneficios, pero todos fueron efectos de la inocencia y muerte del Señor. Y yo también
concurrí con mis peticiones, para que Su Majestad fuese conocido y venerado de los que conocía.

CAPITULO 25
 

Cómo la Reina del cielo consoló a San Pedro y a otros Apóstoles y la prudencia con que procedió después del entierro de su Hijo, cómo vio descender su alma santísima al limbo de los santos padres.

1454. La plenitud de sabiduría que ilustraba el entendimiento de nuestra gran Reina y señora María santísima, no
admitía defecto ni vacío alguno para que dejase de advertir y atender entre sus dolores a todas las acciones que la
ocasión y el tiempo le pedían. Y con esta divina prudencia lo llevaba todo y obraba lo más santo y perfecto de todas
las virtudes. Retiróse, como queda dicho (Cf. supra n. 1449)), después del entierro de Cristo nuestro bien a la casa del
cenáculo. Y estando en el aposento donde se celebraron las cenas, acompañada de San Juan Evangelista y de las
Marías y otras mujeres santas que seguían al Señor desde Galilea, habló con ellas y con el Apóstol, dándoles las
gracias con profunda humildad y lágrimas por la perseverancia con que hasta aquel punto la habían acompañado en el
discurso de la pasión de su amantísimo Hijo, en cuyo nombre les ofrecía el premio de su constante piedad y afecto con
que la habían seguido, y asimismo se ofrecía por sierva y amiga de aquellas santas mujeres. Y todas ellas con San Juan
Evangelista reconocieron este gran favor y la besaron la mano, pidiéndola su bendición. Suplicáronla también descansase
un poco y recibiese alguna corporal refección. Respondió la Reina: Mi descanso y mi aliento ha de ser ver a
mi Hijo y Señor resucitado. Vosotras, carísimas, satisfaced a vuestra necesidad como conviene, mientras yo me retiro a
solas con mi Hijo.
1455. Fuese luego a recoger acompañándola San Juan Evangelista, y estando con él a solas puesta de rodillas le dijo:
No es razón que olvidéis las palabras que mi Hijo santísimo nos habló desde la Cruz. Su dignación Os nombró por
hijo mío, a mí por madre Vuestra. Y Vos, señor, sois sacerdote del Altísimo. Por esta gran dignidad es razón que os
obedezca en todo lo que hubiere de hacer y desde esta hora quiero que me lo mandéis y ordenéis, advirtiendo que
siempre fui sierva, y toda mi alegría está puesta en obedecer hasta la muerte.— Esto dijo la Reina con muchas
lágrimas, y el Apóstol con otras copiosas la respondió: Señora mía y Madre de mi Redentor y Señor, yo soy quien ha
de estar sujeto a Vuestra obediencia, porque el nombre de hijo no dice autoridad sino rendimiento y sujeción a su
madre, y el que a mí me hizo sacerdote Os hizo a Vos su Madre y estuvo sujeto a vuestra voluntad y obediencia, siendo
Criador de todo el universo. Razón será que yo lo esté, y trabaje con todas mis potencias en corresponder dignamente
al oficio que me ha dado de serviros como hijo, en que deseara ser más ángel que terreno para cumplir con él.—Esta
respuesta del Apóstol fue muy prudente, pero no bastante para vencer la humildad de la Madre de las virtudes, que con
ella le replicó y dijo: Hijo mío Juan, mi consuelo será obedeceros como a cabeza, pues lo sois. Yo en esta vida siempre
he de tener superior a quien rendir mi voluntad y parecer; para esto sois ministro del Altísimo y como hijo me debéis
este consuelo en mi trabajosa soledad.—Hágase, Madre mía, Vuestra voluntad, respondió San Juan Evangelista, que en
ella está mi acierto.—Y sin replicar más, pidió licencia la divina Madre para quedarse sola en la meditación de los
misterios de su Hijo santísimo, y le pidió también saliese a prevenir alguna refección para las mujeres que la
acompañaban y que las asistiese y consolase; sólo reservó a las Marías, porque deseaban perseverar en el ayuno hasta
ver al Señor resucitado, y a éstas, dijo a San Juan Evangelista, las permitiese que cumpliesen su devoto afecto.
1456. Salió San Juan Evangelista a consolar a las Marías y ejecutó el orden que la gran Señora le había dado. Y
habiendo satisfecho la necesidad de aquellas mujeres piadosas, se recogieron todas y gastaron aquella noche dolorosas
y en amargas meditaciones de la pasión y misterios del Salvador. Con esta ciencia tan divina obraba María santísima
entre las olas de sus angustias y dolores, sin olvidar por esto el cumplimiento de la obediencia, de la humildad, caridad
y providencia tan puntual, con todo lo necesario. No se olvidó de sí misma por atender a la necesidad de aquellas
piadosas discípulas, ni por ellas estuvo inadvertida para todo lo que convenía a su mayor perfección. Admitió la
abstinencia de las Marías como más fuertes y fervientes en el amor, atendió a la necesidad de las más flacas, dispuso al
Apóstol, advirtiéndole lo que con ella misma debía hacer, y en todo obró como gran Maestra de la perfección y Señora
de la gracia, y todo esto hizo cuando las aguas de la tribulación habían inundado hasta su alma (Sal 68, 2). Porque en
quedando a solas en su retiro, soltó el corriente impetuoso de sus afectos dolorosos y toda se dejó poseer interior y
exteriormente de la amargura de su alma, renovando las especies de todos los tormentos y afrentosa muerte de su Hijo
santísimo, de los misterios de su vida, predicación y milagros, del valor infinito de la Redención humana, de la nueva
Iglesia que dejaba fundada con tanta hermosura y riquezas de sacramentos y tesoros de gracia, de la felicidad
incomparable de todo el linaje humano, tan copiosa y gloriosamente redimido, de la inestimable suerte de los
predestinados a quienes alcanzaría eficazmente, de la formidable desdicha de los réprobos que por su mala voluntad se
harían indignos de la eterna gloria que les dejaba su Hijo merecida.
1457. En la ponderación digna de tan altos y ocultos sacramentos pasó la gran Señora toda aquella noche llorando,
suspirando, alabando y engrandeciendo las obras de su Hijo, su pasión, sus juicios ocultísimos y otros altísimos
misterios de la divina sabiduría y oculta Providencia del Señor; y sobre todos pensaba y entendía como Madre única
de la verdadera sabiduría, confiriendo a veces con los Santos Ángeles y otras con el mismo Señor lo que su luz
divina le daba a sentir en su castísimo corazón. El sábado de mañana, después de las cuatro, entró San Juan
Evangelista deseoso de consolar a la dolorosa Madre, y puesta de rodillas le pidió ella que le diese la bendición como
Sacerdote y superior suyo. El nuevo hijo se la pidió también con lágrimas, y se la dieron uno a otro. Ordenó la
divina Reina que luego saliese a la ciudad, donde encontraría con brevedad a San Pedro que venía a buscarle y que le
admitiese, consolase y llevase a su presencia, y lo mismo hiciese con los demás Apóstoles que encontrase, dándoles
esperanza del perdón y ofreciéndoles su amistad. Salió San Juan Evangelista del cenáculo y a pocos pasos encontró a
San Pedro, lleno de confusión y lágrimas, que iba muy temeroso a la presencia de la gran Reina. Venía de la cueva
donde había llorado su negación, y el Evangelista le consoló y dio algún aliento con el recado de la divina Madre.
Luego los dos buscaron a los demás Apóstoles y hallaron algunos, y todos juntos se fueron al cenáculo, donde estaba
su remedio. Entró Pedro el primero y solo a la presencia de la Madre de la gracia y arrojándose a sus pies dijo con gran
dolor: Pequé, Señora, pequé delante de mi Dios, ofendí a mi Maestro y a Vos.—No pudo hablar otra palabra, oprimido
de las lágrimas, suspiros y sollozos que despedía de lo íntimo de su afligido corazón.
1458. La prudentísima Virgen, viendo a Pedro postrado en tierra y considerándole por una parte penitente de su
reciente culpa y por otra cabeza de la Iglesia elegido por su Hijo santísimo para vicario suyo, no le pareció conveniente
postrarse ella a los pies del pastor que tan poco antes había negado a su Maestro, ni sufría tampoco su humildad dejar
de darle la reverencia que se le debía por el oficio. Y para satisfacer a entrambas obligaciones, juzgó que convenía
darle reverencia y ocultarle el motivo. Para esto se le hincó de rodillas, venerándole con esta acción, y para disimular
su intento le dijo: Pidamos perdón de vuestra culpa a mi Hijo y vuestro Maestro.—Hizo oración y alentó al Apóstol
confortándole en la esperanza y acordándole las obras y misericordias que el Señor había hecho con los pecadores
reconocidos, y la obligación que él tenía como cabeza del Colegio Apostólico para confirmar con su ejemplo a todos
en la constancia y confesión de la fe. Y con estas y otras razones de gran fuerza y dulzura confirmó a Pedro en la
esperanza del perdón. Entraron luego los otros Apóstoles en la presencia de María santísima y postrados también a sus
pies la pidieron los perdonase su cobardía y haber desamparado a su Hijo santísimo en su pasión. Lloraron todos
amargamente su pecado, moviéndoles a mayor dolor la presencia de la Madre llena de lastimosa compasión, pero su
semblante tan admirable les causaba divinos efectos de contrición de sus culpas y amor de su Maestro. Y la gran
Señora los levantó y animó, prometiéndoles el perdón que deseaban y su intercesión para alcanzarle. Luego
comenzaron todos por su orden a contar lo que a cada uno había sucedido en su fuga, como si algo de ello ignorara la
divina Señora. Pero dioles grata audiencia a todo, tomando ocasión de lo que decían para hablarles al corazón y
confirmarlos en la fe de su Redentor y Maestro y despertar en ellos su divino amor. Y todo lo consiguió María
santísima eficazmente, porque de su presencia y conferencia salieron todos fervorizados y justificados con nuevos
aumentos de gracia.
1459. En estas obras se ocupó nuestra divina Reina parte del sábado. Y cuando se hizo tarde se retiró otra vez a su
recogimiento, dejando a los Apóstoles renovados en el espíritu y llenos de consuelo y gozo del Señor, pero siempre
lastimados de la pasión de su Maestro. En el retiro de esta tarde convirtió la gran Señora su mente a las obras que hacía
el alma santísima de su Hijo después que salió de su sagrado cuerpo. Porque desde entonces conoció la beatísima
Madre cómo aquella alma de Cristo unida a la divinidad descendía al limbo de los Santos Padres para sacarlos de
aquella cárcel soterránea, donde estaban detenidos desde el primer justo que murió en el mundo esperando la venida
del universal Redentor de los hombres. Y para declarar este misterio, que es uno de los artículos de la santísima
humanidad de Cristo nuestro Señor, me ha parecido dar noticia de todo lo que a mí se me ha dado a entender sobre
aquel lugar del limbo y su asiento. Digo, pues, que la tierra y su globo tiene de diámetro, pasando por el centro de una
superficie a otra, dos mil quinientas y dos leguas [legua ~ 5.556 Km] , y hasta la mitad, que es el centro, hay mil
doscientas cincuenta y una, y respecto del diámetro se ha de medir la redondez de este globo. En el centro está el
infierno de los condenados como en el corazón de la tierra, y este infierno es una caverna o caos que contiene muchas
estancias tenebrosas con diversidad de penas, todas formidables y espantosas, y de todas se formó un globo al modo de
una tinaja de inmensa magnitud, con su boca o entrada muy espaciosa y dilatada. En este horrible calabozo de
confusión y tormentos estaban los demonios y todos los condenados, y estarán en él por toda la eternidad mientras
Dios fuere Dios, porque en el infierno no hay ninguna redención.
1460. A un lado del infierno está el purgatorio, donde las almas de los justos purgan y se purifican, cuando en esta
vida no acabaron de satisfacer por sus culpas, ni salen de ella tan limpios de sus defectos que puedan luego llegar a la
visión beatífica. Esta caverna también es grande, pero mucho menos que el infierno. A otro lado está el limbo con dos
estancias diferentes: una para los niños que mueren con solo el pecado original y sin obras buenas ni malas del propio
albedrío; otra servía para depositar las almas de los justos, purgados ya sus pecados, porque no podían entrar en el
cielo ni gozar de Dios hasta que se hiciese la Redención humana y Cristo nuestro Salvador abriese las puertas que
cerró el pecado de Adán. Esta caverna del limbo también es menor que el infierno y no se comunica con él, ni tiene
penas del sentido como el purgatorio, porque ya llegaban a él las almas purificadas desde el purgatorio y sólo carecían
de la visión beatífica, que es pena de daño, y allí estaban todos los que habían muerto en gracia hasta que murió el
Salvador. A este lugar del limbo bajó su alma santísima con la divinidad, cuando decimos que bajó a los infiernos,
porque este nombre de infierno significa cualquiera parte de aquellas inferiores que están en lo profundo de la tierra;
aunque en el común modo de hablar por el nombre de infierno entendemos el de los demonios y condenados, porque
aquél es el más famoso significado, como por nombre de cielo entendemos el empíreo ordinariamente, donde están los
santos, y donde permanecerán para siempre, como los condenados en el infierno, aunque el limbo y purgatorio
tienen otros nombres particulares. Y después del juicio final sólo el cielo y el infierno serán habitados, porque
el purgatorio no será necesario y del limbo han de salir también los niños a otra habitación diferente.
1461. A está caverna del limbo llegó el alma santísima de Cristo nuestro Señor, acompañada de innumerables
Ángeles que como a su Rey victorioso y triunfador le iban alabando, dando gloria, fortaleza y divinidad. Y para
representar su grandeza y majestad, mandaban que se abriesen las puertas de aquella antigua cárcel, para que el Rey de
la gloria, poderoso en las batallas y Señor de las virtudes, las hallase francas y patentes en su entrada. Y en virtud de
este imperio se quebrantaron y rompieron algunos peñascos del camino, aunque no era necesario para entrar el Rey
y su milicia, que todos eran espíritus subtilísimos. Con la presencia del alma santísima aquella oscura caverna se
convirtió en cielo, porque toda se llenó de admirable resplandor, y las almas de los justos que allí estaban fueron
beatificadas con visión clara de la divinidad, y en un instante pasaron del estado de tan larga esperanza a la eterna
posesión de la gloria y de las tinieblas a la luz inaccesible que ahora gozan. Reconocieron todos a su verdadero Dios
y Redentor y le dieron gracias y alabanzas con nuevos cánticos de loores y decían: Digno es el Cordero que fue
muerto de recibir divinidad, virtud y fortaleza. Redimístenos, Señor, con tu sangre de todos los tribus, pueblos y
naciones; hicístenos reino para nuestro Dios, y reinaremos. Tuya es, Señor, la potencia, tuyo el reino y tuya es la gloria
de tus obras (Ap 5, 9-12).—Mandó luego Su Majestad a los Ángeles que sacasen del purgatorio todas las almas que en
él estaban padeciendo y al punto fueron traídas todas a su presencia. Y como en estrenar de la Redención humana
fueron todas absueltas por el mismo Redentor de las penas que les faltaban de padecer y fueron glorificadas como las
demás almas de los justos con la visión beatífica. De manera, que aquel día en la presencia del Rey quedaron desiertas
las dos cárceles limbo y purgatorio.
1462. Para solo el infierno de los condenados fue terrible este día, porque fue disposición del Altísimo que todos
conociesen y sintiesen el descender al limbo el Redentor, y también que los Santos Padres y justos conociesen el terror
que puso este misterio a los condenados y demonios. Estaban éstos aterrados y oprimidos con la ruina que padecieron
en el monte Calvario, como se dijo arriba (Cf. supra n. 1421), y como oyeron —en el modo que hablan y oyen— las
voces de los Ángeles que iban delante de su Rey al limbo, se turbaron y atemorizaron de nuevo y como serpientes
cuando las persiguen se escondían y pegaban a las cavernas infernales más remotas. A los condenados sobrevino nueva
confusión sobre confusión, conociendo con mayor despecho sus engaños y que por ellos perdieron la Redención de
que los justos se aprovecharon. Y como Judas Iscariotes y el mal ladrón eran más recientes en el infierno y señalados
mucho más en esta desdicha, así fue mayor su tormento, y los demonios se indignaron más contra ellos; y cuanto era
de su parte propusieron los malignos espíritus perseguir y atormentar más a los cristianos que profesasen su fe católica,
y a los que la negasen o cayesen darles mayor castigo, porque juzgaban que todos éstos merecían mayores penas que
los infieles a quien no se les predicó la fe.
1463. De todos estos misterios y otros secretos del Señor que no puedo yo declarar, tuvo noticia y singular visión la
gran Señora del mundo desde su retiro. Y aunque esta noticia en la porción o parte superior del espíritu, donde la
recibía, le causó admirable gozo, no lo participó en su virginal cuerpo, sentidos y parte sensitiva, como naturalmente
pudiera redundar en ella, antes bien, cuando sintió que se extendía algo este júbilo a la parte inferior del alma, pidió al
Eterno Padre se le suspendiese esta redundancia, porque no la quería admitir en su cuerpo mientras el de su Hijo
santísimo estaba en el sepulcro y no era glorificado. Tan advertido y fiel amor fue el de la prudentísima Madre con su
Hijo y Señor, como imagen viva, adecuada y perfecta de aquella humanidad deificada. Y con esta atenta fineza quedó
llena de gozo en el alma y de dolores y congoja en el cuerpo, al modo que sucedió en Cristo nuestro Salvador. Pero en
esta visión hizo cánticos de alabanza, engrandeciendo el misterio de este triunfo, y la amantísima y sabia Providencia
del Redentor, que como Padre amoroso y Rey omnipotente quiso bajar por sí mismo a tomar la posesión de aquel
nuevo reino que por sus manos le entregó su Padre, y quiso rescatarlos con su presencia para que en el mismo
comenzasen a gozar el premio que les había merecido. Y por todas estas razones y las demás que conocía de este
sacramento se gozaba y glorificaba al Señor como Coadjutora y Madre del triunfador.
Doctrina que me dio la Reina del cielo María santísima.
1464. Hija mía, atiende a la enseñanza de este capítulo, como más legítima y necesaria para ti en el estado que te ha
puesto el Altísimo y para lo que de ti quiere en correspondencia de su amor. Esto ha de ser, que entre las operaciones,
ejercicios y comunicación con las criaturas, ahora sean como prelada o como súbdita, gobernando, mandando u
obedeciendo, por ninguna de éstas o de otras ocupaciones exteriores pierdas la atención y vista del Señor en lo íntimo
y superior del alma, ni te distraigas de la luz del Espíritu Santo, que te asistirá para la incesante comunicación; que
quiere mi Hijo santísimo en el secreto de tu corazón aquellas sendas que quedan ocultas al demonio y no alcanzan a
ellas las pasiones, porque guían al santuario, donde entra sólo el sumo sacerdote (Heb 9, 7), y donde el alma goza de
los ocultos abrazos del Rey y del Esposo, cuando toda y desocupada le previene el tálamo de su descanso. Allí hallarás
propicio a tu Señor, liberal al Altísimo, misericordioso a tu Criador y amoroso a tu dulce Esposo y Redentor, y no
temerás la potestad de las tinieblas, ni los efectos del pecado, que se ignoran en aquella región de luz y de verdad. Pero
cierra estos caminos el amor desordenado de lo visible, los descuidos en la guarda de la divina ley, embarázalos
cualquier apego y desorden de las pasiones, impídelos cualquiera inútil atención y mucho más la inquietud del ánimo y
no guardar serenidad y paz interior, que todo se requiere solo, puro y despejado de lo que no es verdad y luz.
1465. Bien has entendido y experimentado esta doctrina y sobre eso te la he manifestado en práctica como en claro
espejo. El modo de obrar que tenía entre los dolores, congojas y aflicciones de la pasión de mi Hijo santísimo, y entre
los cuidados, atención, ocupaciones y desvelo con que acudí a los Apóstoles, al entierro, a las mujeres santas, y en todo
el resto de mi vida has conocido lo mismo y cómo juntaba estas operaciones con las de mi espíritu, sin que se
encontrasen ni impidiesen. Pues para imitarme en este modo de obrar, como de ti lo quiero, necesario es que ni por el
trato forzoso de las criaturas, ni por el trabajo de tu estado, ni por las penalidades de la vida de este destierro, ni por las
tentaciones ni malicia del demonio, admitas en tu corazón afecto alguno que te impida ni atención que te divierta el
interior. Y te advierto, carísima, que si en este cuidado no eres muy vigilante, perderás mucho tiempo, malograrás
infinitos y extraordinarios beneficios y frustarás los altísimos y santos fines del Señor, y me contristarás a mí y a los
Ángeles, que todos queremos sea tu conversación con nosotros; y tú perderás la quietud de tu espíritu y consuelo de tu
alma y muchos grados de gracia y aumentos del amor divino que deseas y al fin copiosísimo premio en el cielo. Tanto
te importa oírme y obedecerme en lo que te enseño con dignación de Madre. Considéralo, hija mía, pondéralo y
atiende a mis palabras en tu interior, para que las pongas por obra con mi intercesión y con la divina gracia. Advierte
asimismo a imitarme en la fidelidad del amor con que excusé el regalo y júbilo, por imitar a mi Señor y Maestro y
alabarle por esto y por el beneficio que hizo a los santos del limbo, bajando su alma santísima a rescatarlos y llenarlos
del gozo de su vista, que todas fueron obras de su infinito amor.

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