sábado, 30 de marzo de 2013

Sor Maria de Jesus de Agreda: Mistica Ciudad de Dios, Libro sexto, Capitulos 20 y 21

CAPITULO 20
 

Por mandado de Pilatos fue azotado nuestro Salvador Jesús, coronado de espinas y escarnecido, y lo que en este paso hizo María santísima .

1335. Conociendo Pilatos la porfiada indignación de los judíos contra Jesús Nazareno y deseando no condenarle a
muerte porque le conocía inocente, le pareció que mandándole azotar con rigor aplacaría el furor de aquel
ingratísimo pueblo y la envidia de los pontífices y escribas, para que dejasen de perseguirle y pedir su muerte, y si
acaso en algo hubiese faltado Cristo a las ceremonias y ritos judaicos quedaría bastantemente castigado. Y este
juicio hizo Pilatos, porque en el discurso del proceso se informó y le dijeron que le imputaban a Cristo que no
guardaba el sábado ni otras ceremonias, de que vana y estultamente le calumniaban, como consta del discurso de su
predicación, que refieren los sagrados evangelistas. Pero siempre discurría en esto Pilatos como ignorante, pues ni al
Maestro de la santidad podía caber defecto alguno contra la ley que había venido no a quebrantarla sino a cumplirla y
llenarla toda (Mt 5, 17), ni tampoco, cuando fuera verdadera la calumnia, no le debía castigar por esto con
pena tan desigual —pues tenían los mismos judíos en su ley otros medios con que se purificaban de las transgresiones,
que cada paso cometían contra su ley— con tal impiedad y pena de azotes. Y mayor engaño padeció este juez
pensando que los judíos tenían algún linaje de humanidad y compasión natural, porque su indignación y furor contra
el mansísimo Maestro no era de hombres que naturalmente suelen moverse y aplacarse cuando ven rendido y
humillado al enemigo, porque tienen corazones de carne y el amor de su semejante es natural y causa de alguna
compasión.
1336. Tal como ésta era la implacable saña de los pontífices y fariseos, sus confederados, contra el Autor de la vida,
porque Lucifer, desconfiando de impedirle la muerte que los mismos judíos pretendían, los irritaba con su espantosa
malicia, para que se la diesen con desmedida crueldad. Pilatos estaba entre la luz de la verdad que conocía y entre los
motivos humanos y terrenos que le gobernaban, y, siguiendo el error que ellos administran a los que gobiernan, mandó
azotar con rigor al mismo que protestaba hallarle sin culpa. Para ejecutar este aviso y persuasión del demonio y acto
tan injusto, fueron señalados seis ministros de justicia o sayones robustos y de mayores fuerzas, que, como hombres
viles, y sin piedad, admitieron muy gustosos el oficio de verdugos, porque el airado y envidioso siempre se deleita en
ejecutar su furor, aunque sea con acciones inhonestas, crueles y feas. Luego estos ministros del demonio con otros
muchos llevaron a nuestro Salvador Jesús al lugar de aquel suplicio, que era un patio o zaguán de la casa donde solían
dar tormento a otros delincuentes para que confesaran sus delitos. Este patio era de un edificio no muy alto y rodeado
de columnas, que unas estaban cubiertas con el edificio que sustentaban y otras descubiertas y más bajas. A una
columna de éstas, que era de mármol, le ataron fuertemente, porque siempre le juzgaban por mágico y temían no se les
fuese de entre las manos.
1337. Desnudaron a Cristo nuestro Redentor primero la vestidura blanca, no con menor ignominia que en casa del
adúltero y homicida Herodes se la habían vestido. Y para desatarle las sogas y cadenas que debajo tenía desde la
prisión del huerto, le maltrataron impíamente, rompiéndole las llagas que las mismas prisiones por estar tan apretadas
le habían abierto en los brazos y muñecas. Y dejándole sueltas las manos divinas, le mandaron con ignominioso
imperio y blasfemias que el mismo Señor se despojase de la túnica inconsútil que iba vestido. Esta era la misma en
número que su Madre santísima le había vestido en Egipto, cuando al dulce Jesús niño le puso en pie, como en su
lugar queda advertido (Cf. n. 691). Sola esta túnica tenía entonces el Señor, porque en el huerto, cuando le prendieron,
le quitaron un manto o capa que solía traer sobre la túnica. Obedeció el Hijo del Eterno Padre a los verdugos y
comenzó a desnudarse, para quedar en presencia de tanta gente con la afrenta de la desnudez de su sagrado y
honestísimo cuerpo. Y los ministros de aquella crueldad, pareciéndoles que la modestia del Señor tardaba mucho a
despojarse, le asieron de la túnica con violencia, para desnudarle muy aprisa y, como dicen, a rodapelo. Quedó Su
Majestad totalmente desnudo, salvo unos paños de honestidad que traía debajo la túnica, que también eran los mismos
que su Madre santísima le vistió en Egipto con la tunicela; porque todo había crecido con el sagrado cuerpo, sin
habérselos desnudado ni esta ropa ni el calzado que la misma Señora le puso, salvo en la predicación, como entonces
dije (Cf. supra n. 1168), que muchas veces andaba pie por tierra.
1338. Algunos doctores entiendo que han dicho o meditado que a nuestro Salvador Jesús, en esta ocasión de los
azotes y para ser crucificado, le desnudaron del todo, permitiendo Su Majestad aquella confusión para mayor tormento
de su persona; pero habiendo inquirido la verdad, con nuevo orden de la obediencia, se me ha declarado que la
paciencia del divino Maestro estuvo aparejada para padecer todo lo que fuera decente y sin resistencia a ningún oprobio.
Y que los verdugos intentaron este agravio de la total desnudez de su cuerpo santísimo y llegaron a querer
despojarle de aquellos paños de honestidad con que sólo había quedado, pero no lo pudieron conseguir, porque en
llegando a tocarlos se les quedaban los brazos yertos y helados, como sucedió en casa de Caifás cuando pretendieron
desnudar al Señor del Cielo, y queda dicho en el capítulo 17 (Cf. supra n. 1290). Y aunque todos los seis verdugos
llegaron a probar sus fuerzas en esta injuria, les sucedió lo mismo; no obstante que después, para azotar al Señor con
más crueldad, estos ministros del ■ pecado le levantaron algo los paños de la honestidad, y a esto dio lugar Su
Majestad, mas no a que le despojasen del todo y se los quitasen. Tampoco el milagro de verse impedidos y
entorpecidos para aquel desacato movió ni ablandó los corazones de aquellas fieras humanas, pero con insania
diabólica lo atribuyeron a la hechicería y arte mágica que imputaban al Autor de la verdad y vida.
1339. En esta forma quedó Su Majestad desnudo en presencia de mucha gente, y los seis verdugos le ataron
crudamente a una columna de aquel edificio para castigarle más a su salvo. Luego por su orden de dos en dos le
azotaron con crueldad tan inaudita, que no pudo caer en condición humana, si el mismo Lucifer no se hubiera revestido
en el impío corazón de aquellos sus ministros. Los dos primeros azotaron al inocentísimo Señor con unos ramales de
cordeles muy retorcidos, endurecidos y gruesos, estrenando en este sacrilegio todo el furor de su indignación y las
fuerzas de sus potencias corporales. Y con estos primeros azotes levantaron en el cuerpo deificado de nuestro Salvador
grandes cardenales y verdugos, de que le cuajaron todo, quedando entumecido y desfigurado por todas partes para
reventar la preciosísima sangre por las heridas. Pero cansados estos sayones, entraron de nuevo y a porfía los otros dos
segundos, y con los segundos ramales de correas como riendas durísimas le azotaron sobre las primeras heridas,
rompiendo todas las ronchas y cardenales que los primeros habían hecho y derramando la sangre divina, que no sólo
bañó todo el sagrado cuerpo de Jesús nuestro Salvador, sino que salpicó y cubrió las vestiduras de los ministros
sacrílegos que le atormentaban y corrió hasta la tierra. Con esto se retiraron los segundos verdugos y comenzaron los
terceros, sirviéndoles de nuevos instrumentos unos ramales de nervios de animales, casi duros como mimbres
ya secas. Estos azotaron al Señor con mayor crueldad, no sólo porque ya no herían a su virginal cuerpo sino a las
mismas heridas que los primeros habían dejado, sino también porque de nuevo fueron ocultamente irritados por los
demonios, que de la paciencia de Cristo estaban más enfurecidos.
1340. Y como en el sagrado cuerpo estaban ya rotas las venas y todo él era una llaga continuada, no hallaron estos
terceros verdugos parte sana en que abrirlas de nuevo. Y repitiendo los inhumanos golpes rompieron las inmaculadas y
virgíneas carnes de Cristo nuestro Redentor, derribando al suelo muchos pedazos de ella y descubriendo los huesos en
muchas partes de las espaldas, donde se manifestaban patentes y rubricados con la sangre, y en algunas se
descubrían en más espacio del hueso que una palma de la mano. Y para borrar del todo aquella hermosura que excedía
a todos los hijos de los hombres, le azotaron en su divino rostro, en los pies y manos, sin dejar lugar que no hiriesen,
donde pudieron extender su furor y alcanzar la indignación que contra el inocentísimo Cordero habían concebido.
Corrió su divina sangre por el suelo, rebasándose en muchas partes con abundancia. Y estos golpes que le dieron en
pies y manos y en el rostro fueron de incomparable dolor, por ser estas partes más nerviosas, sensibles y delicadas.
Quedó aquella venerable cara entumecida y llagada hasta cegarle los ojos con la sangre y cardenales que en ella hicieron. Y sobre todo esto le llenaron de salivas inmundísimas, que a un mismo tiempo le arrojaban, hartándole de
oprobios. El número ajustado de los azotes que dieron al Salvador fue cinco mil ciento y quince, desde las plantas de
los pies hasta la cabeza. Y el gran Señor y autor de toda criatura, que por su naturaleza divina era impasible, quedó por
nosotros, y en la condición de nuestra carne, hecho varón de dolores, como lo había profetizado Isaías (Is 53, 3), y muy
sabio en la experiencia de nuestras enfermedades, el novísimo de los hombres y reputado por el desprecio de todos.
1341. La multitud del pueblo que seguía a Jesús Nazareno nuestro Salvador tenía ocupados los zaguanes de la casa de
Pilatos hasta las calles, porque todos esperaban el fin de aquella novedad, discurriendo y hablando con un tumulto
confusísimo, según el juicio que cada uno concebía del suceso. Y entre toda esta confusión la Madre Virgen padeció
incomparables denuestos y tribulaciones de los oprobios y blasfemias que los judíos y otros gentiles decían contra su
Hijo santísimo. Y cuando le llevaban al lugar de los azotes, se retiró la prudentísima Señora a un rincón del zaguán con
las Marías y San Juan Evangelista, que la asistían y acompañaban en su dolor. Retirada en aquel puesto vio por visión
clarísima todos los azotes y tormentos que padecía nuestro Salvador, y aunque no los vio con los ojos del cuerpo, nada
le fue oculto más que si estuviera mirándole muy de cerca. Y no puede caer en humano pensamiento cuáles y cuántos
fueron los dolores y aflicciones que en esta ocasión padeció la gran Reina y Señora de los Ángeles, y con otros
misterios ocultos se conocerán en la divinidad, cuando allí se manifiesten a todos para gloria del Hijo y de la Madre.
Pero ya he dicho en otros lugares de esta Historia, y más en el discurso de la pasión del Señor (Cf. supra n. 1219, 1236,
1264), que sintió María santísima en su cuerpo todos los dolores que con las heridas sentía y recibía el Hijo. Y este
dolor tuvo también en los azotes, sintiéndolos en todas las partes de su virginal cuerpo, donde se los daban a Cristo
nuestro bien. Y aunque no derramó sangre más de la que vertía con las lágrimas, ni se trasladaron las llagas a la
candidísima paloma, pero el dolor la transformó y desfiguró de manera que San Juan Evangelista y las Marías le
llegaron a desconocer por su semblante. A más de los dolores del cuerpo fueron inefables los que padeció en su
purísima alma, porque allí fue donde añadiendo la ciencia se añadió el dolor (Ecl 1, 18). Y sobre el amor natural de
madre y el de la suprema caridad de Cristo, ella sola supo y pudo ponderar sobre todas las criaturas la inocencia de
Cristo, la dignidad de su divina persona y el peso de las injurias que recibía de los mismos hijos de Adán, a quienes
redimía de la eterna muerte.
1342. Ejecutada la sentencia de los azotes, los mismos verdugos con imperioso desacato desataron a nuestro
Salvador de la columna y renovando las blasfemias le mandaron se vistiese luego su túnica que le habían quitado.
Pero uno de aquellos ministros, incitado del demonio, mientras azotaban al mansísimo Maestro había escondido sus
vestiduras, para que no pareciesen y perseverase desnudo para mayor irrisión y afrenta de su divina persona. Este mal
intento del demonio conoció la Madre del Señor y, usando de potestad de Reina, mandó a Lucifer se desviase de aquel
lugar con todos sus demonios, y luego se alejaron compelidos de la virtud y poder de la gran Señora. Y ella dio orden
que por mano de los Santos Ángeles fuese restituida la túnica de su Hijo santísimo a donde Su Majestad pudiese
tomarla, para vestir su sagrado y lastimado cuerpo. Todo se ejecutó al punto, aunque los sacrílegos ministros no
entendieron este milagro, ni cómo se había obrado, pero todo lo atribuían a la hechicería y arte del demonio. Vistióse
nuestro Salvador, habiendo padecido sobre sus llagas el nuevo dolor que le causaba el frío, porque de los Evangelistas
(Mc 14, 54; Lc 22, 55; Jn 18, 18) consta que le hacía, y Su Majestad había estado desnudo grande rato; con que la sangre
de las heridas se le había helado y comprimían las llagas, estaban entumecidas y más dolorosas, las fuerzas
eran menos para tolerarle, porque el frío las debilitaba, aunque el incendio de su infinita caridad las esforzaba a
padecer y desear más y más. Y con ser la compasión tan natural en las criaturas racionales, no hubo quien se
compadeciese de su aflicción y necesidad, si no es la dolorosa Madre, que por todo el linaje humano lloraba, se
lastimaba y compadecía.
1343. Entre los sacramentos del Señor, ocultos a la humana sabiduría, causa grande admiración que la
indignación de los judíos, que eran hombres sensibles de carne y sangre como nosotros, no se aplacase viendo a Cristo
nuestro bien tan lastimado y herido de sus azotes, y que un objeto tan lastimoso no les moviese a compasión natural;
antes bien le quedó a la envidia materia para arbitrar nuevos modos de injurias y de tormentos contra quien estaba tan
lastimado. Pero tan implacable era su furor, que luego intentaron otro nuevo e inaudito género de tormento. Fueron a
Pilatos y en el pretorio en presencia de los de su consejo le dijeron: Este seductor y engañador del pueblo, Jesús
Nazareno, ha querido con sus embustes y vanidad que le tuvieran todos por Rey de los judíos y, para que se humille su
soberbia y se desvanezca más su presunción, queremos que permitas le pongamos las insignias reales que mereció su
fantasía.—Consintió Pilatos con la injusta demanda de los judíos, para que la ejecutasen como lo desearon.
1344. Llevaron luego a Jesús nuestro Salvador al pretorio, donde le desnudaron de nuevo con la misma crueldad y
desacato y le vistieron una ropa de púrpura muy lacerada y manchada, como vestidura de rey fingido, para irrisión de
todos. Pusiéronle también en su sagrada cabeza un seto de espinas muy tejido, que le sirviese de corona. Era este seto
de juncos espinosos, con puntas muy aceradas y fuertes, y se le apretaban de manera que muchas le penetraron hasta el
casco y algunas hasta los oídos y otras hasta los ojos, y por esto fue uno de los mayores tormentos el que padeció Su
Majestad con la corona de espinas. En, vez de cetro real le pusieron en la mano derecha una caña contentible y sobre
todo esto le arrojaron sobre los hombres un manto de color morado, al modo de las capas que se usan en la Iglesia,
porque también este vestido pertenecía al adorno de la dignidad y persona de los reyes. Con toda esta ignominia
armaron rey de burlas los judíos al que por naturaleza y por todos títulos era verdadero Rey de los reyes y Señor de los
señores (Ap 19, 16). Juntáronse luego todos los de la milicia en presencia de los pontífices y fariseos y cogiendo en
medio a nuestro Salvador Jesús, con desmedida irrisión y mofa le llenaron de blasfemias; porque unos le hincaban las
rodillas y con burla le decían: Dios te salve, Rey de los judíos; otros le daban bofetadas, otros con la misma caña
que tenía en sus manos herían su divina cabeza dejándola lastimada, otros le arrojaban inmundísimas salivas, y todos
le injuriaban y despreciaban con diferentes contumelias, administradas del demonio por medio de su furor diabólico.
1345. ¡Oh caridad incomprensible y sin medida! ¡Oh paciencia nunca vista ni imaginada entre los hijos de Adán!
¿Quién, Señor y bien mío, pudo obligar a tu grandeza para que te humillaras, siendo verdadero y. poderoso Dios en tu
ser y en tus obras, a padecer tan inauditos tormentos, oprobios y blasfemias? Pero ¿quién, oh Bien infinito, dejó de
desobligarte entre todos los hombres, para que nada hicieras ni padecieras por ellos? ¿Quién tal pensara ni creyera
si no conociéramos tu bondad infinita? Pero ya que la conocemos y con la firmeza de la santa fe miramos tan
admirables beneficios y maravillas de tu amor, ¿dónde está nuestro juicio?, ¿qué hace la luz de la verdad que
confesamos?, ¿qué encanto es éste que padecemos, pues a vista de tus dolores, azotes, espinas, oprobios y contumelias,
buscamos sin vergüenza ni temor los deleites, el regalo, el descanso, las mayorías y vanidades del mundo?
Verdaderamente es grande el número de los necios (Ecl 1, 15), pues la mayor estulticia y fealdad es conocer la
deuda y no pagarla, recibir el beneficio y nunca agradecerle, tener a los ojos el mayor bien y despreciarle, apartarle de
nosotros y no lograrle, dejar la vida, huir de ella y seguir la eterna muerte. No despegó su boca el inocentísimo cordero
Jesús entre tales y tantos oprobios, ni tampoco se aplacó la indignación furiosa de los judíos, ni con la irrisión y
escarnios que hizo del divino Maestro, ni con los tormentos que añadió a los desprecios de su sobredignísima
persona.
1346. Parecióle a Pilatos que un espectáculo tan lastimoso como estaba Jesús Nazareno movería y confundiría los
corazones de aquel ingrato pueblo, y mandóle sacar del pretorio a una ventana donde todos le viesen así como estaba
azotado, desfigurado y coronado de espinas con las vestiduras ignominiosas de fingido rey. Y hablando el mismo
Pilatos al pueblo, les dijo: Ecce Homo (Jn 19, 5). Veis aquí el hombre que tenéis por vuestro enemigo. ¿Qué más puedo
hacer con él que haberle castigado con tanto rigor y severidad? No tendréis ya que temerle. Yo no hallo en él causa de
muerte.—Verdad cierta y segura era la que decía el juez, pero con ella misma condenaba su injustísima piedad, pues a
un hombre que conocía y confesaba por justo y sabía que no era digno de muerte le había hecho atormentar y
consentidolo de manera que le pudieran quitar los tormentos una y muchas vidas. ¡Oh ceguera del amor propio y
maldad de contemplar con los que dan o quitan las dignidades! ¡Cómo oscurecen la razón estos motivos y tuercen el
peso de la justicia, y la adulteraron en la verdad mayor y en la condenación del Justo de los justos! Temblad, jueces
que juzgáis la tierra, y mirad que los pesos de vuestros juicios y dictámenes no sean engañosos, porque los juzgados y
condenados en una injusta sentencia vosotros sois. Como los pontífices y fariseos deseaban quitar la vida a Cristo
nuestro Salvador con efecto e ira insaciable, nada menos que la muerte de Su Majestad les contentaba ni satisfacía, y
así respondieron a Pilatos: Crucifícale, crucifícale (Jn 19, 6).
1347. La bendita entre las mujeres María santísima vio a su benditísimo Hijo, cuando Pilatos le manifestó y dijo: Ecce
Homo, y puesta de rodillas le adoró y confesó por verdadero Dios-Hombre. Y lo mismo hicieron San Juan Evangelista
y las Marías y todos los Ángeles que asistían a su gran Reina y Señora; porque ella, como Madre de nuestro Salvador y
como Reina de todos, les ordenó que lo hiciesen así, a más de la voluntad que los Santos Ángeles conocían en el mismo
Dios. Habló la prudentísima Señora con el Eterno Padre y con los Santos Ángeles, y mucho más con su
amantísimo Hijo, palabras llenas de gran peso, de dolor, compasión y profunda reverencia, que en su inflamado y
castísimo pecho se pudieron concebir. Consideró también con su altísima sabiduría que en aquella ocasión en que su
Hijo santísimo estaba tan afrentado y burlado, despreciado y escarnecido de los judíos, convenía en el modo más
oportuno conservar el crédito de su inocencia. Y con este prudentísimo acuerdo renovó la divina Madre las peticiones
que arriba dije (Cf. supra n. 1306) hizo por Pilatos, para que continuase en declarar como juez que Jesús nuestro
Redentor no era digno de muerte, ni malhechor, como los judíos pretendían que el mundo lo entendiese.
1348. En virtud de esta oración de María santísima sintió Pilatos grande compasión de ver al Señor tan lastimado de
los azotes y oprobios y le pesó que le hubiesen castigado con tanta impiedad. Y aunque a todos estos movimientos le
ayudó algo el ser de condición más blanda y compasiva, pero lo más obraba en él la luz que recibía por intercesión de
la gran Reina y Madre de la gracia. Y de esta misma luz se movió el injusto juez, para tener tantas demandas y
respuestas con los judíos sobre soltar a Jesús nuestro Salvador, como lo refiere el Evangelista San Juan (Jn 19, 4) en el
capítulo 19, después de la coronación de espinas. Y pidiéndole ellos que le crucificase, respondió Pilatos: Tomadle allá
vosotros y crucificadle, que yo no hallo causa justa para hacerlo.—Replicaron los judíos: Conforme a nuestra ley es
digno de muerte, porque se hace Hijo de Dios.—Esta réplica puso mayor miedo a Pilatos, porque hizo concepto que
podía ser verdad que Jesús era Hijo de Dios, en la forma que él sentía de la divinidad. Y por este miedo se retiró al
pretorio, donde a solas habló con el Señor y le preguntó de dónde era. No respondió Su Majestad a esta pregunta,
porque no estaba Pilatos en estado de entender la respuesta, ni la merecía. Y con todo eso volvió a instar y dijo al
Rey del cielo: Pues ¿a mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para crucificarte o para darte por libre? Pretendió
Pilatos obligar a Jesús con estas razones a que se disculpase y le respondiese algo de lo que deseaba saber, y le pareció
que un hombre tan afligido y atormentado admitiría cualquiera favor que le ofreciese el juez.
1349. Pero el Maestro de la verdad respondió a Pilatos sin excusarse y con mayor alteza que él pedía, y así le dijo Su
Majestad: No tuvieras tú potestad alguna contra mí, si de lo alto no te fuera concedido, y por esto el que me entregó en
tus manos cometió mayor pecado.—Con esta sola respuesta no pudiera este juez tener disculpa en condenar a Cristo,
pues debía entender por ella que sobre aquel Hombre Jesús no tenía él potestad, ni el César; que por orden más alto era permitido que le entregasen a su jurisdicción contra razón y justicia y que por esto Judas Iscariotes y los pontífices
habían cometido mayor pecado que el mismo Pilatos en no soltarle, pero que también él era reo de la misma culpa,
aunque no tanto como los otros. No llegó a conocer Pilatos esta misteriosa verdad, pero con todo eso se atemorizó
mucho con las palabras de Cristo nuestro bien y puso mayor esfuerzo en soltarle. Los pontífices, que conocieron
el intento de Pilatos, le amenazaron con la desgracia del emperador, en que incurría y caería de ella si le soltaba y no
quitaba la vida a quien se levantaba por rey. Y le dijeron: Si a este hombre dejas libre, no eres amigo del César, pues
el que se hace rey contraviene a sus órdenes y mandatos.—Dijeron esto, porque los emperadores romanos no
consentirían que sin su voluntad se atreviese nadie en todo el imperio a usurpar la vestidura o título de rey, y si
Pilatos lo consintiera no guardara los decretos del César. Turbóse mucho con esta maliciosa amenaza y advertencia de
los judíos y, sentándose en su tribunal a la hora de sexta para sentenciar al Señor, volvió a instar otra vez diciendo a los
judíos: Veis aquí a vuestro Rey.—Respondieron todos: Quítale, quítale allá, crucifícale.—Replicóles Pilatos: ¿Pues a
vuestro Rey he de crucificar?—Dijeron todos a voces: No tenemos otro rey fuera del César.
1350. Dejóse vencer Pilatos de la porfía y malicia de los judíos. Y estando en su tribunal —que en griego se llama
Lithostrotos y en hebreo Gabatha— día de Parasceve, pronunció la sentencia de muerte contra el Autor de la vida,
como diré en el capítulo siguiente. Y los judíos salieron de la sala con grande orgullo y alegría, publicando la sentencia
del inocentísimo Cordero, en que ignorándolo ellos consistía nuestro remedio. Todo le fue notorio a la dolorosa Madre,
que por visión expresa lo miraba desde fuera. Y cuando salieron los pontífices y fariseos publicando la condenación de
su Hijo santísimo a muerte de cruz, se renovó el dolor de aquel castísimo corazón, quedó dividido con el cuchillo de
amargura que le penetró y traspasó sin piedad alguna. Y porque excede a todo humano pensamiento el dolor que
aquí padeció María santísima, no puedo hablar en él, sino remitirlo a la piedad cristiana. Ni tampoco es posible referir
los actos interiores que ejercitó de adoración, culto, reverencia, amor, compasión, dolor y conformidad.
Doctrina que me dio la gran Señora y Reina del cielo.
1351. Hija mía, con admiración discurres sobre la dureza y malicia de los judíos y facilidad de Pilatos, que la
conoció y se dejó vencer de ella contra la inocencia de mi Hijo y mi Señor. De esta admiración quiero sacarte con la
enseñanza y avisos que te convienen para ser cuidadosa en el camino de la vida. Ya sabes que las profecías antiguas de
los misterios de la Redención y todas las escrituras santas habían de ser infalibles, pues antes faltaría el cielo y tierra
que se dejasen de cumplir (Mt 24, 35) como en la mente divina estaban determinadas; y para ejecutarse la muerte
torpísima, que estaba profetizada darían a mi Señor (Sap 2, 20), era necesario que hubiera hombres que le
persiguiesen, pero que éstos fuesen los judíos y sus pontífices y el injusto juez Pilatos que le condenó fue desdicha y
suma infelicidad suya y no elección del Altísimo, que a todos quisiera salvar. Quien llevó a estos ministros a tanta
ruina fueron sus propias culpas y suma malicia, con que resistieron a la gracia de los mayores beneficios de tener
consigo a su Redentor y Maestro, tratarle, conocerle, oír su predicación y doctrina, ver sus milagros y recibir tantos
favores, que ninguno de los antiguos padres los alcanzaron, aunque lo desearon (Mt 13, 17). Con esto se justificó
la causa del Señor y se conoció que cultivó su viña por su mano y la llenó de beneficios, y ella le dio en retorno
espinas y abrojos y quitó la vida al Dueño que la plantó y no quiso reconocerle, como debía y podía más que los
extraños (Mt 21, 33ss).
1352. Esto que sucedió en la cabeza Cristo mi Señor e Hijo, ha de suceder hasta el fin del mundo en los miembros de
este Cuerpo Místico, que son los justos y predestinados, porque fuera monstruosidad que los miembros no
correspondieran con la Cabeza y los hijos al Padre y los discípulos al Maestro. Y aunque siempre han de ser
necesarios los escándalos (Mt 18, 7), porque siempre han de estar juntos en el mundo los justos y pecadores, los
predestinados y los prescitos, siempre quien persiga y quien sea perseguido, quien dé la muerte y quien la padezca,
quien mortifique y quien sea mortificado, pero estas suertes se dividen por la malicia o bondad de los hombres y será
desdichado aquel que por su culpa y mala voluntad hace que venga el escándalo que ha de venir al mundo y para esto
se hace instrumento del demonio. Esta obra comenzaron en la nueva Iglesia los pontífices y fariseos y Pilatos, que
todos labraron la cabeza de este hermosísimo Cuerpo Místico, y en el discurso del mundo imitan y siguen a los
pontífices y fariseos y Pilatos y al demonio los que labran los miembros, que son los santos y predestinados.
1353. Advierte, pues, ahora, carísima, cuál de estas suertes quieres elegir en presencia de mi Señor y mía. Y si
cuando tu Redentor, tu Esposo y tu Cabeza fue atormentado, afligido, coronado de espinas y lleno de ignominias,
quieres tú ser parte suya y miembro de este Cuerpo Místico, no es conveniente ni posible que vivas en regalo según la
carne. Tú has de ser la perseguida y no perseguir, la oprimida y no oprimir, la que lleves la cruz y sufras el escándalo y
no le causes, tú la que padezcas y no hagas padecer a ninguno de tus prójimos; antes bien, debes procurarles su
remedio y salvación en cuanto a ti fuere posible continuando la perfección de tu estado y vocación. Esta es la parte de
los amigos de Dios y la herencia de sus hijos en la vida mortal y en ella se contiene la participación de la gracia y de la
gloria que, con los tormentos y oprobios y con la muerte de cruz, les adquirió mi Hijo y mi Señor; y yo también
cooperé en esta obra, costándome los dolores y aflicciones que tú has entendido, cuyas especies y memoria
nunca quiero que de tu intención se borren. Poderoso era el Altísimo para hacer grandes en lo temporal a sus
predestinados, para darles riquezas, regalos y excelencia entre todos, y hacerlos fuertes como leones y que todo lo
rindieran a su invencible poder. Pero no convenía llevarlos por este camino, porque los hombres no se engañasen,
pensando que en la grandeza de lo visible y terreno consistía su felicidad y desampararan las virtudes, oscurecieran la
gloria del Señor y no conocieran la eficacia de la divina gracia, ni aspiraran a lo espiritual y eterno. En esta ciencia
quiero que estudies continuamente y te aproveches cada día, obrando y ejecutando todo lo que con ella entiendes y
conoces.

CAPITULO 21

Pronuncia Pilatos la sentencia de muerte contra el Autor de la vida, lleva Su Majestad la cruz a cuestas en que ha de morir, síguele su Madre santísima y lo que hizo la gran Señora en este paso contra el demonio y otros sucesos.

1354. Decretó Pilatos la sentencia de muerte de cruz contra la misma vida, Jesús nuestro Salvador, a satisfacción y
gusto de los pontífices y fariseos. Y habiéndola intimado y notificado al inocentísimo reo, retiraron a Su Majestad a
otro lugar en la casa del juez, donde le desnudaron la púrpura ignominiosa que le habían puesto como a rey de burlas y
fingido. Y todo fue con misterio de parte del Señor; aunque de parte de los judíos fue acuerdo de su malicia, para que
fuese llevado al suplicio de la cruz con sus propias vestiduras y por ellas le conociesen todos, porque de los azotes,
salivas y corona estaba tan desfigurado su divino rostro, que sólo por el vestido pudo ser conocido del pueblo.
Vistiéronle la túnica inconsútil, que los Ángeles con orden de su Reina administraron, trayéndola ocultamente de un
rincón, a donde los ministros la habían arrojado en otro aposento en que se la quitaron, cuando le pusieron la púrpura
de irrisión y escándalo. Pero nada de esto entendieron los judíos, ni tampoco atendieron a ello, por la solicitud que
traían en acelerarle la muerte.
1355. Por esta diligencia de los judíos corrió luego por toda Jerusalén la voz de la sentencia de muerte que se había
pronunciado contra Jesús Nazareno, y de tropel concurrió todo el pueblo a la casa de Pilatos para verle sacar a justiciar.
Estaba la ciudad llena de gente, porque a más de sus innumerables moradores habían concurrido de todas partes otros
muchos a celebrar la Pascua, y todos acudieron a la novedad y llenaron las calles hasta el palacio de Pilatos. Era
viernes, día de Parasceve, que en griego significa lo mismo que preparación o disposición, porque aquel día se
prevenían y disponían los hebreos para el siguiente del sábado, que era su gran solemnidad, y en ella no
hacían obras serviles ni para prevenir la comida y todo se hacía el viernes. A vista de todo este pueblo sacaron a
nuestro Salvador con sus propias vestiduras, tan desfigurado y encubierto su divino rostro en las llagas, sangre y
salivas, que nadie le reputara por el mismo que antes habían visto y conocido. Apareció, como dijo Isaías (Is 53, 4),
como leproso y herido del Señor, porque la sangre seca y los cardenales le habían transfigurado en una llaga. De las
inmundas salivas le habían limpiado algunas veces los Santos Ángeles, por mandárselo la afligida Madre, pero luego
las volvían a repetir y renovar con tanto exceso, que en esta ocasión apareció todo cubierto de aquellas asquerosas
inmundicias. A la vista de tan doloroso espectáculo se levantó en el pueblo una tan confusa gritería y alboroto, que
nada se entendía ni oía más del bullicio y eco de las voces. Pero entre todas resonaban las de los pontífices y fariseos,
que con descompuesta alegría y escarnio hablaban con la gente para que se quietasen y despejasen la calle por donde
habían de sacar al divino sentenciado y para que oyeran su capital sentencia. Todo lo demás del pueblo estaba dividido
en juicios y lleno de confusión, según los dictámenes de cada uno. Y las naciones diferentes que al espectáculo
asistían, los que habían sido beneficiados y socorridos de la piedad y milagros del Salvador y los que habían oído y
recibido su doctrina y eran sus aliados y conocidos, unos lloraban con lastimosa amargura, otros preguntaban qué
delitos había cometido aquel hombre para tales castigos. Otros estaban turbados y enmudecidos, y todo era confusión y
tumulto.
1356. De los once Apóstoles sólo San Juan Evangelista se halló presente, que con la dolorosa Madre y las Marías
estaba a la vista, aunque algo retirados de la multitud. Y cuando el Santo Apóstol vio a su divino Maestro —de quien
consideraba era amado— que le sacaron en público, fue tan lastimada su alma del dolor, que llegó a desfallecer y
perder los pulsos, quedando con un mortal semblante. Las tres Marías desfallecieron con un desmayo muy helado.
Pero la Reina de las virtudes estuvo invicta y su magnánimo corazón, con lo sumo del dolor sobre todo humano
discurso, nunca desfalleció ni desmayó, no padeció las imperfecciones de los desalientos y deliquios que los demás.
En todo fue prudentísima, fuerte y admirable, y de las acciones exteriores dispuso con tanto peso, que sin sollozos ni
voces confortó a las Marías y a San Juan Evangelista, y pidió al Señor las fortaleciese y asistiese con su diestra, para
que con él y con ellas tuviese compañía hasta el fin de la pasión. Y en virtud de esta oración fueron consolados y
animados el Apóstol y las Marías para volver en sí y hablar a la gran Señora del cielo. Y entre tanta confusión y
amargura no hizo obra, ni tuvo movimiento desigual, sino con serenidad de Reina derramaba incesantes lágrimas.
Atendía a su Hijo y Dios verdadero, oraba al Eterno Padre, presentábale los dolores y pasión, acompañando a las
mismas obras con que nuestro Salvador lo hacía. Conocía la malicia del pecado, penetraba los misterios de la
Redención humana, convidaba a los Ángeles, rogaba por los amigos y enemigos y, dando el punto al amor de Madre y
al dolor que le correspondía, llenaba juntamente todo el coro de sus virtudes con admiración de los cielos y sumo
agrado de la divinidad. Y porque no es posible reducir a mis términos las razones que formaba esta gran Madre de la
sabiduría en su corazón, y tal vez en sus labios, lo remito a la piedad cristiana.
1357. Procuraban los pontífices y los ministros de justicia sosegar al pueblo y que tuviesen silencio para oír la
sentencia de Jesús Nazareno, que después de habérsela notificado en su persona la querían leer en público y a su
presencia. Y quietándose la turba, estando Su Majestad en pie como reo, comenzaron a leerla en alta voz, que todos la
entendiesen, y después la fueron repitiendo por las calles y últimamente al pie de la cruz. La sentencia anda vulgar
impresa, como yo la he visto, (No sabemos cuál es la "sentencia vulgar impresa" que la Venerable dice haber visto.
González Mateo [Mystica Civitas Dei vindicata, Matriti 1747, art. 7 & 2 n. 208, p. 67] afirma que la fórmula
empleada por la autora es semejante a otra fórmula encontrada el año 1580 en Amiterno (Italia). Toma este dato de
SlURI, t. 3, trac. 10, c. 4, n. 59, quien a su vez depende de Rodrigo de Yepes, Palestinae descriptio.) y, según la
inteligencia que he tenido, en sustancia es verdadera, salvo algunas palabras que se le han añadido. Yo no las pondré
aquí, porque a mí se me han dado las que sin añadir ni quitar escribo, y fue como se sigue:
Tenor de la sentencia de muerte que dio Pilatos contra Jesús Nazareno nuestro Salvador.
1358. Yo, Poncio Pilato, presidente de la inferior Galilea, aquí en Jerusalén regente por el imperio romano, dentro del
palacio de archipresidencia, juzgo, sentencio y pronuncio que condeno a muerte a Jesús, llamado de la plebe Nazareno,
y de patria galileo, hombre sedicioso, contrario de la ley y de nuestro Senado y del grande emperador Tiberio César. Y
por la dicha mi sentencia determino que su muerte sea en cruz, fijado con clavos a usanza de reos. Porque aquí,
juntando y congregando cada día muchos hombres pobres y ricos, no ha cesado de remover tumultos por toda Judea,
haciéndose Hijo de Dios y Rey de Israel, con amenazarles la ruina de esta tan insigne ciudad de Jerusalén y su templo,
y del sacro Imperio, negando el tributo al César, y por haber tenido atrevimiento de entrar con ramos y triunfo con gran
parte de la plebe dentro de la misma ciudad de Jerusalén y en el sacro templo de Salomón. Mando al primer centurión,
llamado Quinto Cornelio, que le lleve por la dicha ciudad de Jerusalén a la vergüenza, ligado así como está, azotado
por mi mandamiento. Y séanle puestas sus vestiduras para que sea conocido de todos, y la propia cruz en que ha de ser
crucificado. Vaya en medio de los otros dos ladrones por todas las calles públicas, que asimismo están condenados a
muerte por hurtos y homicidios que han cometido, para que de esta manera sea ejemplo de todas las gentes y
malhechores.
Quiero asimismo y mando por esta mi sentencia, que, después de haber así traído por las calles públicas a este
malhechor, le saquen de la ciudad por la puerta Pagora, la que ahora es llamada Antoniana, y con voz de pregonero,
que diga todas estas culpas en ésta mi sentencia expresadas, le lleven al monte que se dice Calvario, donde se
acostumbra a ejecutar y hacer la justicia de los malhechores facinerosos, y allí fijado y crucificado en la misma cruz
que llevare, como arriba se dijo, quede su cuerpo colgado entre los dichos dos ladrones. Y sobre la cruz, que es en lo
más alto de ella, le sea puesto el título de su nombre en las tres lenguas que ahora más se usan, conviene a saber,
hebrea, griega y latina, y que en todas ellas y cada una diga: Este es Jesús Nazareno Rey de los Judíos, para que todos
lo entiendan y sea conocido de todos.
Asimismo mando, so pena de perdición de bienes y de la vida y de rebelión al imperio romano, que ninguno, de
cualquier estado y condición que sea, se atreva temerariamente a impedir la dicha justicia por mí mandada hacer,
pronunciada, administrada y ejecutada con todo rigor, según los decretos y leyes romanas y hebreas. Año de la
creación del mundo cinco mil doscientos y treinta y tres, día veinticinco de marzo.—
Pontius Pilatus Judex et Gubernator Galilaeae inferioris pro Romano Imperio qui supra propia manu.
1359. Conforme a este cómputo, la creación del mundo fue en marzo, y del día que fue criado Adán hasta la
Encarnación del Verbo pasaron cinco mil ciento y noventa y nueve años, y añadiendo los nueve meses que estuvo en el
virginal vientre de su Madre santísima, y treinta y tres años que vivió, hacen los cinco mil doscientos y treinta y tres, y
los tres meses que conforme al cómputo romano de los años restan hasta veinte y cinco del mes de marzo; porque
según esta cuenta de la Iglesia romana, al primer año del mundo no le tocan más de nueve meses y siete días, para
comenzar el segundo año del primero de enero. Y entre las opiniones de los doctores he entendido que la verdadera es
la de la Santa Iglesia en el Martirologio romano, como lo dije también en el capítulo de la Encarnación de Cristo
nuestro Señor, en el libro I de la segunda parte, capítulo 11 (Cf. supra n. 138).
1360. Leída la sentencia de Pilatos contra nuestro Salvador, que dejo referida, con alta voz en presencia de todo
el pueblo, los ministros cargaron sobre los delicados y llagados hombros de Jesús la pesada cruz en que había de ser
crucificado. Y para que la llevase le desataron las manos con que la tuviese, pero no el cuerpo, para que pudiesen ellos
llevarle asido tirando de las sogas con que estaba ceñido, y para mayor crueldad le dieron con ellas a la garganta dos
vueltas. Era la cruz de quince pies en largo, gruesa, y de madera muy pesada. Comenzó el pregón de la sentencia, y
toda aquella multitud confusa y turbulenta de pueblo, ministros y soldados, con gran estrépito y vocería se movió con
una desconcertada procesión, para encaminarse por las calles de Jerusalén desde el palacio de Pilatos para el monte
Calvario. Pero el Maestro y Redentor del mundo Jesús, cuando llegó a recibir la cruz, mirándola con semblante lleno
de júbilo y extremada alegría, cual suele mostrar el esposo con las ricas joyas de su esposa, habló con ella en su secreto
y la recibió con estas razones:
1361. Oh cruz deseada de mi alma, prevenida y hallada de mis deseos, ven a mí, amada mía, para que me recibas en
tus brazos y en ellos como en altar sagrado reciba mi Eterno Padre el sacrificio de la eterna reconciliación con el linaje
humano. Para morir en ti bajé del cielo en vida y carne mortal y pasible, porque tú has de ser el cetro con que triunfaré
de todos mis enemigos, la llave con que abriré las puertas del paraíso a mis predestinados, el sagrado donde hallen
misericordia los culpados hijos de Adán y la oficina de los tesoros que pueden enriquecer su pobreza. En ti quiero acreditar
las deshonras y oprobios de los hombres, para que mis amigos los abracen con alegría y los soliciten con ansias
amorosas, para seguirme por el camino que yo les abriré contigo. Padre mío y Dios eterno, yo te confieso Señor del
cielo y tierra, y obedeciendo a tu querer divino cargo sobre mis hombros la leña del sacrificio de mi pasible humanidad inocentísima y le admito de voluntad por la salvación eterna de los hombres. Recibidle, Padre mío, como aceptable a
Vuestra justicia, para que de hoy más no sean siervos sino hijos y herederos conmigo de Vuestro reino.
1362. A la vista de tan sagrados misterios y sucesos, estaba la gran Señora del mundo María santísima sin que alguno
se le ocultase, porque de todos tenía altísima noticia y comprensión sobre los mismos Ángeles, y los sucesos que no
podía ver con los ojos corporales los conocía con la inteligencia y ciencia de la revelación, que se los manifestaba con
las operaciones interiores de su Hijo santísimo. Y con esta luz divina conoció el valor infinito que redundó en el
madero santo de la cruz, al punto que recibió el contacto de la humanidad deificada de Jesús nuestro Redentor. Y luego
la prudentísima Madre la adoró y veneró con el debido culto, y lo mismo hicieron todos los espíritus soberanos que
asistían al mismo Señor y a la Reina. Acompañó también a su Hijo santísimo en las caricias con que recibió la cruz, y
la habló con otras semejantes palabras y razones que a ella tocaban como coadjutora del Redentor. Y lo mismo
hizo orando al Eterno Padre, imitando en todo altísimamente como viva imagen a su original y ejemplar sin perder un
punto. Y cuando la voz del pregonero iba publicando y repitiendo la sentencia por las calles, oyéndola la divina Madre,
compuso un cántico de loores y alabanzas de la inocencia impecable de su Hijo y Dios santísimo, contraponiéndolos a
los delitos que contenía la sentencia y como quien glosaba las palabras en honra y gloria del mismo Señor. Y a este
cántico le ayudaron los Santos Ángeles con quienes lo iba ordenando y repitiendo cuando los habitadores de
Jerusalén iban blasfemando de su mismo Criador y Redentor.
1363. Y como toda la fe, la ciencia y el amor de las criaturas estaba resumido en esta ocasión de la pasión en el gran
pecho de la Madre de la sabiduría, sola ella hacía el juicio rectísimo y el concepto digno de padecer y morir Dios por
los hombres. Y sin perder la atención a todo lo que exteriormente era necesario obrar, confería y penetraba con su
sabiduría todos los misterios de la Redención humana y el modo como se iban ejecutando por medio de la
ignorancia de los mismos hombres que eran redimidos. Penetraba con digna ponderación quién era Él que padecía, lo
que padecía, de quién y por quién lo padecía. De la dignidad de la persona de Cristo nuestro Redentor, que contenía las
dos naturalezas, divina y humana, de sus perfecciones y atributos de entrambas, sola María santísima fue la que tuvo
más alta y penetrante ciencia, después del mismo Señor. Y por esta parte sola ella entre las puras criaturas llegó a darle
la ponderación debida a la pasión y muerte de su mismo Hijo y Dios verdadero. De lo que padeció no sólo fue testigo
de vista la candida paloma, sino también lo fue de experiencia, en que ocasiona santa emulación no sólo a los hombres
mas a los mismos Ángeles, que no alcanzaron esta gracia. Pero conocieron cómo la gran Reina y Señora sentía y
padecía en el alma y cuerpo los mismos dolores y pasiones de su Hijo santísimo y el agrado inexplicable que de ello
recibía la Beatísima Trinidad, y con esto recompensaron el dolor que no pudieron padecer en la gloria y alabanza que
le dieron. Algunas veces que la dolorosa Madre no tenía a la vista a su Hijo santísimo, solía sentir en su virginal cuerpo
y espíritu la correspondencia de los tormentos que daban al Señor, antes que por inteligencia se le manifestase. Y como
sobresaltada decía: ¡Ay de mí, qué martirio le dan ahora a mi dulcísimo Dueño y mi Señor! Y luego recibía la noticia
clarísima de todo lo que con Su Majestad se hacía. Pero fue tan admirable en la fidelidad de padecer y en imitar a su
dechado Cristo nuestro bien, que jamás la amantísima Madre admitió natural alivio en la pasión, no sólo del cuerpo
porque ni descansó, ni comió, ni durmió, pero ni del espíritu, con alguna consideración que la diese refrigerio, salvo
cuando se le comunicaba el Altísimo con algún divino influjo, y entonces le admitía con humildad y agradecimiento,
para recobrar nuevo esfuerzo con que atender más ferviente al objeto doloroso y a la causa de sus tormentos. La misma
ciencia y ponderación hacía de la malicia de los judíos y ministros y de la necesidad del linaje humano y su ruina y de
la ingratísima condición de los mortales, por quienes padecía su Hijo santísimo; y así lo conoció todo en grado
eminente y perfectísimo y lo sintió sobre todas las criaturas.
1364. Otro misterio oculto y admirable obró la diestra del Omnipotente en esta ocasión por mano de María santísima
contra Lucifer y sus ministros infernales, y sucedió en esta forma: Que como este Dragón y los suyos asistían atentos a
todo lo que iba sucediendo en la pasión del Señor, que ellos no acababan de conocer, al punto que Su Majestad recibió
la cruz sobre sus hombros, sintieron todos estos enemigos un nuevo quebranto y desfallecimiento, que con la
ignorancia y novedad les causó grande admiración y una nueva tristeza llena de confusión y despecho. Con el sentimiento
de estos nuevos e invencibles efectos se receló el príncipe de las tinieblas de que por aquella pasión y muerte
de Cristo nuestro Señor le amenazaba alguna irreparable destrucción y ruina de su imperio. Y para no esperarle en
presencia de Cristo nuestro bien, determinó el Dragón hacer fuga y retirarse con todos sus secuaces a las cavernas del
infierno. Pero cuando intentaba ejecutar este deseo se lo impidió nuestra gran Reina y Señora de todo lo criado, porque
el Altísimo al mismo tiempo la ilustró y vistió de su poder, dándole conocimiento de lo que debía hacer. Y la divina
Madre, convirtiéndose contra Lucifer y sus escuadrones con imperio de Reina, los detuvo para que no huyesen y les
mandó esperasen el fin de la pasión y que fuesen a la vista de toda ella hasta el monte Calvario. Al imperio de la
poderosa Reina no pudieron resistir los demonios, porque conocieron y sintieron la virtud divina que obraba en ella. Y
rendidos a sus mandatos fueron como atados y presos acompañando a Cristo nuestro Señor hasta el Calvario, donde
por la eterna sabiduría estaba determinado que triunfase de ellos desde el trono de la cruz, como adelante lo veremos
(Cf. infra n. 1412). No hallo ejemplo con que manifestar la tristeza y desaliento con que desde este punto fueron
oprimidos Lucifer y sus demonios. Pero, a nuestro modo de entender, iban al Calvario como los condenados que son
llevados al suplicio y el temor del castigo inevitable los desmaya, debilita y entristece. Y esta pena en el demonio fue
conforme a su naturaleza y malicia y correspondiente al daño que hizo en el mundo introduciendo en él la muerte y el
pecado, por cuyo remedio iba a morir el mismo Dios.
1365. Prosiguió nuestro Salvador el camino del monte Calvario, llevando sobre sus hombros, como dijo Isaías (Is 9, 6), su mismo imperio y principado, que era la Santa Cruz, donde había de reinar y sujetar al mundo, mereciendo la
exaltación de su nombre sobre todo nombre y rescatando a todo el linaje humano de la potencia tiránica que ganó el
demonio sobre los hijos de Adán. Llamó el mismo Isaías (Is 9, 4) yugo y cetro del cobrador y ejecutor, y con
imperio y vejación cobraba el tributo de la primera culpa. Y para vencer este tirano y destruir el cetro de su dominio y
el yugo de nuestra servidumbre, puso Cristo nuestro Señor la cruz en el mismo lugar que se lleva el yugo de la
servidumbre y el cetro de la potencia real, como quien despojaba de ella al demonio y le trasladaba a sus hombros,
para que los cautivos hijos de Adán, desde aquella hora que tomó su cruz, le reconociesen por su legítimo Señor y
verdadero Rey, a quien sigan por el camino de la cruz, por la cual redujo a todos los mortales a su imperio y los hizo
vasallos y esclavos suyos comprados con el precio de su misma sangre y vida.
1366. Mas ¡ay dolor de nuestro ingratísimo olvido! Que los judíos y ministros de la pasión ignorasen este misterio
escondido a los príncipes del mundo, que no se atreviesen a tocar la cruz del Señor, porque la juzgaban por afrenta
ignominiosa, culpa suya fue y muy grande; pero no tanta como la nuestra, cuando ya está revelado este sacramento y
en fe de esta verdad condenamos la ceguera de los que persiguen a nuestro bien y Señor. Pues si los culpamos porque
ignoraron lo que debían conocer, ¿qué culpa será la nuestra, que conociendo y confesando a Cristo Redentor nuestro le
perseguimos y crucificamos como ellos ofendiéndole? ¡Oh dulcísimo amor mío Jesús, luz de mi entendimiento y
gloria de mi alma!, no fíes, Señor mío, de mi tardanza y torpeza, el seguirte con mi cruz por el camino de la tuya.
Toma por tu cuenta hacerme este favor, llévame, Señor, tras de ti y correré en la fragancia de tu ardentísimo amor, de
tu inefable paciencia, de tu eminentísima humildad, desprecio y angustias, y en la participación de tus oprobios,
afrentas y dolores. Esta sea mi parte y mi herencia en esta mortal y pesada vida, ésta mi gloria y descanso, y fuera de tu
cruz e ignominias no quiero vida ni consuelo, sosiego ni alegría. Como los judíos y todo aquel pueblo ciego se
desviaban en las calles de Jerusalén de no tocar la cruz del inocentísimo reo, el mismo Señor hacía calle y despejaba el
puesto donde iba Su Majestad, como si fuera contagio su gloriosa deshonra, en que le imaginaba la perfidia de sus
perseguidores, aunque todo lo demás del camino estaba lleno de pueblo y confusión, gritos y vocería, y entre ella iba
resonando el pregón de la sentencia.
1367. Los ministros de la justicia, como desnudos de toda humana compasión y piedad, llevaban a nuestro Salvador
Jesús con increíble crueldad y desacato. Tiraban unos de las sogas adelante, para que apresurase el paso, otros para
atormentarle tiraban atrás, para detenerle, y con estas violencias y el grave peso de la cruz le obligaban y compelían a
dar muchos vaivenes y caídas en el suelo. Y con los golpes que recibía de las piedras se le abrieron llagas, y particular
dos en las rodillas, renovándosele todas las veces que repetía las caídas; y el peso de la cruz le abrió de nuevo otra
llaga en el hombro que se la cargaron. Y con los vaivenes, unas veces topaba la cruz contra la sagrada cabeza y otras la
cabeza contra la cruz y siempre las espinas de la corona le penetraban de nuevo con el golpe que recibía,
profundándose más en lo que no estaba herido de la carne. A estos dolores añadían aquellos instrumentos de maldad
muchos oprobios de palabras y contumelias execrables, de salivas inmundísimas y polvo que arrojaban en su divino
rostro, con tanto exceso que le cegaban los ojos que misericordiosamente los miraban, con que se condenaban por
indignos de tan graciosa vista. Y con la prisa que se daban, sedientos de conseguir su muerte, no dejaban al
mansísimo Maestro que tomase aliento, antes, como en tan pocas horas había cargado tanta lluvia de tormentos
sobre aquella humanidad inocentísima, estaba desfallecida y desfigurada y, al parecer de quien le miraba, quería ya
rendir la vida a los dolores y tormento.
1368. Entre la multitud de la gente partió la dolorosa y lastimada Madre de casa de Pilatos en seguimiento de su Hijo
santísimo, acompañada de San Juan Evangelista y Santa María Magdalena y las otras Marías. Y como el tropel de la
confusa multitud los embarazaba para llegarse más cerca de Su Majestad, pidió la gran Reina al Eterno Padre que le
concediese estar al pie de la cruz en compañía de su Hijo y Señor, de manera que pudiese verle corporalmente, y con la
voluntad del Altísimo ordenó también a los Santos Ángeles que dispusiesen ellos cómo aquello se ejecutase.
Obedeciéronla los Ángeles con grande reverencia y con toda presteza encaminaron a su Reina y Señora por el atajo de
una calle, por donde salieron al encuentro de su Hijo santísimo y se vieron cara a cara Hijo y Madre, reconociéndose
entrambos y renovándose recíprocamente el dolor de lo que cada uno padecía; pero no se hablaron vocalmente, ni la
fiereza de los ministros diera lugar para hacerlo. Pero la prudentísima Madre adoró a su Hijo santísimo y Dios
verdadero, afligido con el peso de la cruz, y con la voz interior le pidió que, pues ella no podía descansarle de la carga
de la cruz, ni tampoco permitía que los Ángeles lo hicieran, que era a lo que la compasión la inclinaba, se dignase su
potencia de poner en el corazón de aquellos ministros le diesen alguno que le ayudase a llevarla. Esta petición admitió
Cristo nuestro bien, y de ella resultó el conducir a Simón Cireneo para que llevase la cruz con el Señor, como adelante
diré (Cf. infra n. 1371). Porque los fariseos y ministros se movieron para esto, unos de alguna natural humanidad, otros
de temor que no acabase Cristo nuestro Señor la vida antes de llegar a quitársela en la misma cruz, porque iba Su
Majestad muy desfallecido, como queda dicho.
1369. A todo humano encarecimiento y discurso excede el dolor que la candidísima paloma y Madre Virgen sintió en
este viaje del monte Calvario, llevando a su vista el objeto de su mismo Hijo, que sola ella sabía dignamente conocer y
amar. Y no fuera posible que no desfalleciera y muriera, si el poder divino no la confortara, conservándole la vida. Con
este amarguísimo dolor habló al Señor y le dijo en su interior: Hijo mío y Dios eterno, lumbre de mis ojos y vida de mi
alma, recibid. Señor, el sacrificio doloroso de que no puedo aliviaros del peso de la cruz y llevarla yo, que soy hija de
Adán, para morir en ella por vuestro amor, como vos queréis morir por la ardentísima caridad del linaje humano. ¡Oh
amantísimo Medianero entre la culpa y la justicia! ¿Cómo fomentáis la misericordia con tantas injurias y entre tantas
ofensas? ¡Oh caridad sin término ni medida, que para mayor incendio y eficacia dais lugar a los tormentos y oprobios!
¡Oh amor infinito y dulcísimo, si los corazones de los hombres y todas las voluntades estuvieran en la mía para que no
dieran tan mala correspondencia a lo que por todos padecéis! ¡Oh quién hablara al corazón de los mortales y les
intimara lo que Os deben, pues tan caro Os ha costado el rescate de su cautiverio y el remedio de su ruina!—Otras
razones prudentísimas y altísimas decía con éstas la gran Señora del mundo que no puedo yo reducir a las mías.
1370. Seguían asimismo al Señor —como dice el Evangelista San Lucas (Lc 23, 27)— con la turba de la gente
popular otras muchas mujeres que se lamentaban y lloraban amargamente. Y convirtiéndose a ellas el dulcísimo Jesús
las habló y dijo: Hijas de Jerusalén, no queráis llorar sobre mí, sino llorad sobre vosotras mismas y sobre vuestros
hijos; porque días vendrán en que dirán: Bienaventuradas las estériles, que nunca tuvieron hijos, ni les dieron leche de
sus pechos. Y entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados, enterradnos. Porque
si estas cosas pasan en el madero verde, ¿qué será en el que está seco? (Lc 23, 28-31)—Con estas razones
misteriosas acreditó el Señor las lágrimas derramadas por su pasión santísima y en algún modo las aprobó, dándose por
obligado de su compasión, para enseñarnos en aquellas mujeres el fin que deben tener nuestras lágrimas, para que
vayan bien encaminadas. Y esto ignoraban entonces aquellas compasivas discípulas de nuestro Maestro y lloraban sus
afrentas y dolores y no la causa por que los padecía, de que merecieron ser enseñadas y advertidas. Y fue como si les
dijera el Señor: Llorad sobre vuestros pecados y de vuestros hijos lo que yo padezco, y no por los míos, que no los
tengo ni es posible. Y si el compadeceros de mí es bueno y justo, más quiero que lloréis vuestras culpas que mis penas
padecidas por ellas, y con este modo de llorar pasará sobre vosotras y sobre vuestros hijos el precio de mi sangre y
Redención que este ciego pueblo ignora. Porque vendrán días, que serán los del juicio universal y del castigo, en que
se juzgarán por dichosas las que no hubieren tenido generación de hijos, y los prescitos pedirán a los montes y collados
que los cubran, para no ver mi indignación. Porque si en mí, que soy inocente, han hecho estos efectos sus culpas de
que yo me encargué, ¿qué harán en ellos, que estarán tan secos, sin fruto de gracia ni merecimientos?
1371. Para entender esta doctrina fueron ilustradas aquellas dichosas mujeres en premio de sus lágrimas y
compasión. Y cumpliéndose lo que María santísima había pedido, determinaron los pontífices, fariseos y los ministros
conducir algún hombre que ayudase a Jesús nuestro Redentor en el trabajo de llevar la cruz hasta el Calvario. Llegó en
esta ocasión Simón Cireneo, llamado así porque era natural de Cirene, ciudad de Libia, y venía a Jerusalén; era padre
de dos discípulos del Señor, llamados Alejandro y Rufo (Mc 15, 21). A este Simón obligaron los judíos a que llevase la
cruz parte del camino, sin tocarla ellos, porque se afrentaban de llegar a ella, como instrumento del castigo de un
hombre a quien ajusticiaban por malhechor insigne; que esto pretendían que todo el pueblo entendiese con aquellas
ceremonias y cautelas. Tomó la cruz el Cirineo y fue siguiendo a Jesús, que iba entre los dos ladrones, para que todos
creyesen era malhechor y facineroso como ellos. Iba la Madre de Jesús nuestro Salvador muy cerca de Su Majestad,
como lo había deseado y pedido al Eterno Padre, con cuya voluntad estuvo tan conforme en todos los trabajos y
martirios de la pasión de su Hijo, que participando y comunicando sus tormentos tan de cerca por todos sus sentidos,
jamás tuvo movimiento ni ademán en su interior ni el exterior con que se inclinase a retractar la voluntad de que su
Hijo y Dios no padeciese. Tanta fue su caridad y amor con los hombres y tanta la gracia y santidad de esta Reina en
vencer la naturaleza.
Doctrina que me dio la gran Reina y Señora.
1372. Hija mía, el fruto de la obediencia, por quien escribes la Historia de mi vida, quiero que sea formar en ti una
verdadera discípula de mi Hijo santísimo y mía. A esto se ordena en primer lugar la divina luz que recibes de tan altos
y venerables sacramentos, y los documentos que tantas veces te repito, de que te desvíes, desnudes y alejes tu corazón
de todo afecto de criaturas, ni para tenerle, ni para admitirle de ninguna. Con este desvío vencerás los impedimentos
del demonio en tu blando natural peligroso, y yo que le conozco te aviso y te encamino como Madre y Maestra que te
corrige y enseña. Con la ciencia del Altísimo conoces los misterios de su pasión y muerte y el único y verdadero
camino de la vida, que es el de la cruz, y que no todos los llamados son escogidos para ella. Muchos son los que dicen
desean seguir a Cristo y muy pocos los que verdaderamente se disponen a imitarle, porque en llegando a sentir la cruz
del padecer la arrojan de sí y retroceden. El dolor de los trabajos es muy sensible y violento para la naturaleza humana
por parte de la carne, y el fruto del espíritu es más oculto, y pocos se gobiernan por la luz. Por esto hay tantos entre los
mortales que olvidados de la verdad escuchan a su carne y siempre la quieren muy regalada y consentida. Son
ardientes armadores de la honra y despreciadores de las afrentas, codiciosos de la riqueza y execradores de la pobreza,
sedientos del deleite y tímidos de la mortificación. Todos estos son enemigos de la cruz de Cristo (Flp 3, 18) y con
formidable horror huyen de ella, juzgándola por ignominiosa, como los que le crucificaron.
1373. Otro engaño se introduce en el mundo; que muchos piensan siguen a Cristo su Maestro sin padecer, sin obrar y
sin trabajar, y se dan por contentos con no ser muy atrevidos en cometer pecados, y remiten toda la perfección a una
prudencia o amor tibio con que nada se niegan a su voluntad ni ejecutan las virtudes que son costosas a la carne. De
este engaño saldrían, si advirtiesen que mi Hijo santísimo no sólo fue Redentor y Maestro y no sólo dejó en el mundo
el tesoro de sus merecimientos como remedio de su condenación, sino la medicina necesaria para la dolencia de que
enfermó la naturaleza por el pecado. Nadie más sabio que mi Hijo y mi Señor, nadie pudo entender la condición del
amor como Su Majestad, que fue la misma sabiduría y caridad, y lo es, y asimismo era todopoderoso para ejecutar toda
su voluntad. Y con todo esto, aunque pudo lo que quería, no eligió vida blanda y suave para la carne, sino trabajosa y
llena de dolores, porque no era bastante o cumplido magisterio redimir a los hombres si no les enseñara a vencer al
demonio, a la carne y a sí mismos, y que esta magnífica victoria se alcanza con la cruz, por los trabajos, penitencia,
mortificación y desprecios, que son el índice y testimonio del amor y la divisa de los predestinados.
1374. Tú, hija mía, pues conoces el valor de la Santa Cruz y la honra que por ella recibieron las ignominias y
tribulaciones, abraza tu cruz y llévala con alegría en seguimiento de mi Hijo y tu Maestro. Tu gloria en la vida mortal
sean las persecuciones, desprecios, enfermedades, tribulaciones, pobreza, humillación y cuanto es penoso y adverso a
la condición de la carne mortal. Y para que en todos estos ejercicios me imites y me des gusto, no quiero que busques
ni que admitas alivio ni descanso en cosa terrena. No has de ponderar contigo misma lo que padeces, ni manifestarlo
con cariño de aliviarte. Menos has de encarecer ni agravar las persecuciones ni molestias que te dieren las criaturas, ni
en tu boca se ha de oír que es mucho lo que padeces, ni compararlo con otros que trabajan. Y no te digo que será culpa
recibir algún alivio honesto y moderado y querellarte con sufrimiento. Pero en ti, carísima, este alivio será infidelidad
contra tu Esposo y Señor, porque te ha obligado a ti sola más que a muchas generaciones, y tu correspondencia en
padecer y amar no admite defecto ni descargo, si no fuere con plenitud de toda fineza y lealtad. Tan ajustada te quiere
consigo mismo este Señor, que ni un suspiro has de dar a tu naturaleza flaca sin otro más alto fin que sólo descansar y
tomar consuelo. Y si el amor te compeliere, entonces te dejarás llevar de su fuerza suave, para descansar amando, y
luego el amor de la cruz despedirá este alivio, como conoces que yo lo hacía con humilde rendimiento. Y sea en ti
regla general que toda consolación humana es imperfección y peligro, y sólo debes admitir lo que te enviare el
Altísimo por sí o por sus Santos Ángeles. Y de los regalos de su divina diestra has de tomar con advertencia lo que te
fortalezca para más padecer y abstraerte de lo gustoso que puede pasar a lo sensitivo.

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