viernes, 29 de marzo de 2013

Sor Maria de Jesus de Agreda: Mistica Ciudad de Dios, Libro sexto, Capitulos 16 y 17

CAPITULO 16

Fue llevado Cristo nuestro Salvador a casa del Pontífice Caifás, donde fue acusado y preguntado si era Hijo de Dios; y San Pedro le negó otras dos veces; lo que María santísima hizo en este paso y otros misterios ocultos.


1268. Luego que nuestro Salvador Jesús recibió en casa de Anás las contumelias y bofetada, le remitió este pontífice,
atado y preso como estaba, al Pontífice Caifás, que era su suegro y aquel año hacía el oficio de Príncipe y Sumo
Sacerdote; y con él estaban congregados los escribas y señores del pueblo, para sustanciar la causa del inocentísimo
Cordero. Con la invencible paciencia y mansedumbre que mostraba el Señor de las virtudes (Sal 23, 10) en las injurias
que recibía, estaban como atónitos los demonios y llenos de confusión y furor grande, que no se puede explicar con
palabras; y como no penetraban las obras interiores de la santísima humanidad, y en las exteriores, por donde en los
demás hombres rastrean el corazón, no hallaban movimiento alguno desigual, ni el mansísimo Señor se quejaba, ni
suspiraba, ni daba este pequeño alivio a su humanidad, de toda esta grandeza de ánimo se admiraba y atormentaba el
dragón como de cosa nueva y nunca vista entre los hombres de condición pasible y flaca. Y con este furor irritaba el
enemigo a todos los príncipes, escribas y ministros de los sacerdotes, para que ofendiesen y maltratasen al Señor con
abominables oprobios, y en todo lo que el demonio les administraba estaban prontos para ejecutarlo, si la divina
voluntad lo permitía.

1269. Partió de casa de Anás toda aquella canalla de ministros infernales y de hombres inhumanos, y llevaron por las
calles a nuestro Salvador a casa de Caifás, tratándole con su implacable crueldad ignominiosamente. Y entrando con
escandaloso tumulto en casa del Sumo Sacerdote, él y todo el concilio recibieron al Criador y Señor de todo el
universo con grande risa y mofa de verle sujeto y rendido a su poder y jurisdicción, de quien les parecía que ya no se
podría defender. ¡Oh secreto de la altísima sabiduría del cielo! ¡Oh estulticia de la ignorancia diabólica y cieguísima
torpeza de los mortales! ¡Qué distancia tan inmensa veo entre vosotros y las obras del Altísimo! Cuando el Rey de la
gloria poderoso en las batallas (Sal 28) está venciendo a los vicios, a la muerte y al pecado con las virtudes de paciencia, humildad y caridad, como Señor de todas ellas, entonces piensa el mundo que le tiene vencido y sujeto con
su arrogante soberbia y presunción. ¡Qué distancia de pensamientos eran los que tenía Cristo nuestro Señor, de los que
poseían aquellos ministros operarios de la maldad! Ofrecía el autor de la vida a su Eterno Padre aquel triunfo que su
mansedumbre y humildad ganaba del pecado, rogaba por los sacerdotes, escribas y ministros que le perseguían,
presentando su misma paciencia y dolores y la ignorancia de los ofensores. Y la misma petición y oración hizo en
aquel mismo punto su beatísima Madre, rogando por sus enemigos y de su Hijo santísimo, acompañándole e
imitándole en todo lo que Su Majestad iba obrando, porque le era patente, como muchas veces he repetido (Cf. supra n.
481, 990, etc.). Y entre Hijo y Madre había una dulcísima y admirable consonancia y correspondencia agradable a los
ojos del Eterno Padre.


1270. El pontífice Caifás estaba en su cátedra o silla sacerdotal encendido en mortal envidia y furor contra el Maestro
de la vida. Asistíale Lucifer con todos los demonios que vinieron a casa de Anás. Y los escribas y fariseos estaban
como sangrientos lobos con la presa del manso corderillo, y todos juntos se alegraban como lo hace el envidioso
cuando ve deshecho y confundido a quien se le adelanta. Y de común acuerdo buscaron testigos que sobornados con
dádivas y promesas dijesen algún falso testimonio contra Jesús nuestro Salvador. Vinieron los que estaban prevenidos,
y los testimonios que dijeron ni convenían entre sí mismos, ni menos podían ajustarse con el que por naturaleza era la
misma inocencia y santidad. Y para no hallarse confusos trajeron otros dos testigos falsos que depusieron contra Jesús,
testificando haberle oído decir que era poderoso para destruir aquel Templo de Dios hecho por manos de hombres y
edificar otro en tres días (Mc 14, 58) que no fuese fabricado por ellas. Y tampoco pareció conveniente este falso
testimonio, aunque por él pretendían hacer cargo a nuestro Salvador que usurpaba el poder divino y se lo apropiaba a sí
mismo. Pero cuando esto fuera así, era verdad infalible y nunca podía ser falso ni presuntuoso, pues Su Majestad era
Dios verdadero. Pero el testimonio era falso, porque no había dicho el Señor las palabras como los testigos las referían,
entendiéndolas del templo material de Dios; y lo que había dicho en cierta ocasión que expelió del templo a los
compradores y vendedores, preguntándole ellos en qué virtud lo hacía, respondió (Jn 2, 19) y fue decirles que
desatasen aquel templo, entendiendo el de su santísima humanidad, y que al tercero día resucitaría, como lo hizo en
testimonio de su poder divino.

1271. No respondió nuestro Salvador Jesús palabra alguna a todas las calumnias y falsedades que contra su
inocencia testificaban. Y viendo Caifás el silencio y paciencia del Señor se levantó de la silla y le dijo: ¿Cómo no
respondes a lo que tantos testifican contra ti? (Mc 14, 60-61) Tampoco a esta pregunta respondió Su Majestad, porque
Caifás y los demás, no sólo estaban indispuestos para darle crédito, pero su duplicado intento era que respondiese
el Señor alguna razón que le pudiesen calumniar, para satisfacer al pueblo en lo que intentaban contra el Señor y que
no conociese le condenaban a muerte sin justa causa. Con este humilde silencio de Cristo nuestro Señor, que podía
ablandar el corazón del mal sacerdote, enfurecióse mucho más, porque se le frustraba su malicia. Y Lucifer, que movía
a Caifás y a todos los demás, estaba muy atento a todo lo que el Salvador del mundo obraba; aunque el intento de este
Dragón era diferente que el del Pontífice, y sólo pretendía irritar la paciencia del Señor, o que hablase alguna palabra
por donde pudiera conocer si era Dios verdadero.

1272. Con este intento Lucifer movió la imaginación de Caifás para que con grande saña e imperio hiciese a Cristo
nuestro bien aquella nueva pregunta: Yo te conjuro por Dios vivo, que nos digas si tú eres Cristo Hijo de Dios bendito
(Mt 26, 63). Esta pregunta de parte del Pontífice fue arrojada y llena de temeridad e insipiencia; porque en duda si
Cristo era o no era Dios verdadero, tenerle preso como reo en su presencia, era formidable crimen y temeridad,
pues aquel examen se debiera hacer por otro modo, conforme a razón y justicia. Pero Cristo nuestro bien, oyéndose
conjurar por Dios vivo, le adoró y reverenció, aunque pronunciado por tan sacrílega lengua. Y en virtud de esta
reverencia respondió y dijo: Tú lo dijiste, y yo lo soy. Pero yo os aseguro que desde ahora veréis al Hijo del Hombre,
que soy yo, asentado a la diestra del mismo Dios y que vendrá en las nubes del cielo (Mt 26, 64). Con esta divina
respuesta se turbaron los demonios y los hombres con diversos accidentes. Porque Lucifer y sus ministros no la
pudieron sufrir, antes bien sintieron una fuerza en ella que los arrojó hasta el profundo, sintiendo gravísimo tormento
de aquella verdad que los oprimía. Y no se atreviera a volver a la presencia de Cristo nuestro Salvador, si no
dispusiera su altísima providencia que Lucifer volviera a dudar si aquel Hombre Cristo había dicho verdad o no la
había dicho para librarse de los judíos. Y con esta duda se esforzaron de nuevo y salieron otra vez a la estacada, porque
se reservaba para la cruz el último triunfo, que de ellos y de la muerte había de ganar el Salvador, como adelante
veremos (Cf. infra n. 1423), y según la profecía de Habacuc (Hab 3, 2-5).

1273. Pero el pontífice Caifás, indignado con la respuesta del Señor, que debía ser su verdadero desengaño, se
levantó otra vez y, rompiendo sus vestiduras en testimonio de que celaba la honra de Dios, dijo a voces: Blasfemado
ha, ¿qué necesidad hay de más testigos? ¿No habéis oído la blasfemia que ha dicho? ¿Qué os parece de esto? (Mt 26,
65) Esta osadía loca y abominable de Caifás fue verdaderamente blasfemia, porque negó a Cristo el ser Hijo de Dios,
que por naturaleza le convenía, y le atribuyó el pecado, que por naturaleza repugnaba a su divina persona. Tal fue la
estulticia de aquel inicuo sacerdote, a quien por oficio tocaba conocer la verdad católica y enseñarla, que se hizo
execrable blasfemo, cuando dijo que blasfemaba el que era la misma santidad. Y habiendo profetizado poco antes con
instinto del Espíritu Santo, en virtud de su dignidad, que convenía muriese un hombre para que toda la gente no
pereciese (Jn 11, 50), no mereció por sus pecados entender la misma verdad que profetizaba. Pero como el ejemplo y
juicio de los Príncipes y Prelados es tan poderoso para mover a los inferiores y al pueblo, inclinado a la lisonja y
adulación de los poderosos, todo aquel concilio de maldad se irritó contra el Salvador Jesús y respondiendo a Caifás dijeron en altas voces: Digno es de muerte (Mt 26, 66); muera, muera. Y a un mismo tiempo irritados del demonio
arremetieron contra el mansísimo Maestro y descargaron sobre él su furor diabólico: unos le dieron de bofetadas, otros
le hirieron con puntillazos, otros le mesaron los cabellos, otros le escupieron en su venerable rostro, otros le daban
golpes o pescozones en el cuello, que era un linaje de afrenta vil con que los judíos trataban a los hombres que
reputaban por muy viles.

1274. Jamás entre los hombres se intentaron ignominias tan afrentosas y desmedidas como las que en esta ocasión se
hicieron contra el Redentor del mundo. Y dicen San Lucas (Lc 22, 64) y San Marcos (Mc 14, 65) que le cubrieron el
rostro y así cubierto le herían con bofetadas y pescozones y le decían: Profetiza ahora, profetízanos, pues eres profeta,
di quién es el que te hirió. La causa de cubrirle el rostro fue misteriosa; porque del júbilo con que nuestro Salvador
padecía aquellos oprobios y blasfemias —como luego diré— le redundó en su venerable rostro una hermosura y
resplandor extraordinario, que a todos aquellos operarios de maldad los llenó de admiración y confusión muy penosa, y
para disimularla atribuyeron aquel resplandor a hechicería y arte mágica y tomaron por arbitrio cubrirle al Señor la
cara con paño inmundo, como indignos de mirarla, y porque aquella luz divina los atormentaba y debilitaba las fuerzas
de su diabólica indignación. Todas estas afrentas, baldones y abominables oprobios que padecía el Salvador, los miraba
y sentía su santísima Madre con el dolor de los golpes y de las heridas en las mismas partes y al mismo tiempo que
nuestro Redentor las recibía. Sólo había diferencia, que en Cristo nuestro Señor los dolores eran causados de los golpes
y tormentos que le daban los verdugos y en su Madre purísima los obraba la mano del Altísimo por voluntad de la
misma Señora. Y aunque naturalmente con la fuerza de los dolores y angustias interiores llegaba a querer desfallecer la
vida, pero luego era confortada con la virtud divina, para continuar en el padecer con su amado Hijo y Señor.

1275. Las obras interiores que el Salvador hacía en esta ocasión de tan inhumanas y nuevas afrentas, no pueden caer
debajo de razones y capacidad humana. Sólo María santísima las conoció con plenitud, para imitarlas con suma
perfección. Pero como el divino Maestro en la escuela de la experiencia de sus dolores iba deprendiendo la
compasión de los que habían de imitarle y seguir su doctrina (Heb 5, 8), convirtióse más a santificarlos y bendecirlos
en la misma ocasión que con su ejemplo les enseñaba el camino estrecho de la perfección. Y en medio de aquellos
oprobios y tormentos, y en los que después se siguieron, renovó Su Majestad sobre sus escogidos y perfectos las
bienaventuranzas que antes les había ofrecido y prometido (Mt 5, 3ss). Miró a los pobres de espíritu, que en esta
virtud le habían de imitar, y dijo: Bienaventurados seréis en vuestra desnudez de las cosas terrenas, porque con mi
pasión y muerte he de vincular el reino de los cielos como posesión segura y cierta de la pobreza voluntaria.
Bienaventurados serán los que con mansedumbre sufrieren y llevaren las adversidades y tribulaciones, porque, a más
del derecho que adquieren a mi gozo por haberme imitado, poseerán la tierra de las voluntades y corazones
humanos con la apacible conversación y suavidad de la virtud. Bienaventurados los que sembrando con lágrimas
lloraren (Sal 125, 5), porque en ellas recibirán el pan de entendimiento y vida y cogerán después el fruto de la
alegría y gozo sempiterno.

1276. Benditos serán también los que tuvieron hambre y sed de la justicia y verdad, porque yo les merezco
satisfacción y hartura que excederá a todos sus deseos, así en la gracia como en el premio de la gloria. Benditos serán
los que se compadecieren con misericordia de aquellos que los ofenden y persiguen, como yo lo hago, perdonándolos
y ofreciéndoles mi amistad y gracia, si la quieren admitir, que yo les prometo en nombre de mi Padre larga
misericordia. Sean benditos los limpios de corazón, que me imitan y crucifican su carne para conservar la
pureza del espíritu; yo les prometo la visión de paz y que lleguen a la de mi divinidad por mi semejanza y
participación. Benditos sean los pacíficos, que sin buscar su derecho no resisten a los malos y los reciben con corazón
sencillo y quieto sin venganza; ellos serán llamados hijos míos, porque imitaron la condición de su Padre celestial
y yo los concibo y escribo en mi memoria y en mi mente para adoptarlos por míos. Y los que padecieren persecución
por la justicia, sean bienaventurados y herederos de mi reino celestial, porque padecieron conmigo, y donde yo estaré
quiero que estén eternamente conmigo (Jn 12, 26). Alegraos, pobres; recibid consolación los que estáis y estaréis
tristes; celebrad vuestra dicha los pequeñuelos y despreciados del mundo; los que padecéis con humildad y
sufrimiento, padeced con interior regocijo; pues todos me seguís por las sendas de la verdad. Renunciad la vanidad,
despreciad el fausto y arrogancia de la soberbia de Babilonia falsa y mentirosa, pasad por el fuego y las aguas de la
tribulación hasta llegar a mí, que soy luz, verdad y vuestra guía para el eterno descanso y refrigerio.

1277. En estas obras tan divinas y otras peticiones por los pecadores, estaba ocupado nuestro Salvador Jesús,
mientras el concilio de los malignantes le rodeaba, y como rabiosos canes —según dijo Santo Rey y Profeta David
(Sal 21, 17)— le embestían y cargaban de afrentas, oprobios, heridas y blasfemias. Y la Madre Virgen, que a todo
estaba atenta, le acompañaba en lo que hacía y padecía; porque en las peticiones hizo la misma oración por los
enemigos, y en las bendiciones que dio su Hijo santísimo a los justos y predestinados se constituyó la divina Reina por
su Madre, amparo y protectora, y en nombre de todos hizo cánticos de alabanza y agradecimiento porque a los
despreciados del mundo y pobres les dejaba el Señor tan alto lugar de su divina aceptación y agrado. Y por esta causa y
las que conoció en estas obras interiores de Cristo nuestro Señor, hizo con incomparable fervor nueva elección de los
trabajos y desprecios, tribulaciones y penas para lo restante de la pasión y de su vida santísima.

1278. A nuestro Salvador Jesús había seguido San Pedro desde la casa de Anás a la de Caifás, aunque algo de lejos,
porque siempre le tenía acobardado el miedo de los judíos, pero vencíale en parte con el amor que a su Maestro tenía y con el esfuerzo connatural de su corazón. Y entre la multitud que entraba y salía en casa de Caifás, no fue dificultoso
introducirse el Apóstol, abrigado también de la oscuridad de la noche. En las puertas del zaguán le miró otra criada,
que era portera como la de la casa de Anás, y acercándose a los soldados, que también allí estaban al fuego, les dijo:
Este hombre es uno de los que acompañaban a Jesús Nazareno. Y uno de los circunstantes le dijo: Tú verdaderamente
eres galileo y uno de ellos (Mc 14, 67.71; Lc 22, 48). Nególo San Pedro, afirmando con juramento que no era discípulo
de Jesús, y con esto se desvió del fuego y conversación. Pero aunque salió fuera del zaguán, no se fue ni se pudo
apartar hasta ver el fin del Salvador, porque lo detenía el amor y compasión natural de los trabajos en que le dejaba. Y
andando el Apóstol rodeando y acechando por espacio o tiempo de una hora en la misma casa de Caifás, le conoció un
pariente de Malco, a quien él había cortado la oreja, y le dijo: Tú eres galileo y discípulo de Jesús, y yo te vi con él en
el huerto (Lc 22, 59; Jn 18, 26). Entonces San Pedro cobró mayor miedo viéndose conocido y comenzó a negar y
maldecirse de que no conocía aquel Hombre. Y luego cantó el gallo segunda vez y se cumplió puntualmente la
sentencia y prevención que su divino Maestro había hecho, de que le negaría aquella noche tres veces antes que
cantase el gallo dos.


1279. Anduvo el Dragón infernal muy codicioso contra San Pedro para destruirle, y el mismo Lucifer movió a las
criadas de los pontífices primero, como más livianas, y después a los soldados, para que unos y otros afligiesen al
Apóstol con su atención y preguntas, y a él le turbó con grandes imaginaciones y crueldad, después que le vio en el
peligro, y más cuando comenzaba a blandear. Y con esta vehemente tentación, la primera negación fue simple, la
segunda con juramento y a la tercera añadió anatemas y execraciones contra sí mismo; que por este modo, de un
pecado menor se viene a otro mayor, oyendo a la crueldad de nuestros enemigos. Pero San Pedro oyendo el canto del
gallo se acordó del aviso de su divino Maestro, porque Su Majestad le miró con su liberal misericordia. Y para que le
mirase intervino la piedad de la gran Reina del mundo, porque en el cenáculo, donde estuvo, conoció las negaciones y
el modo y causas con que el Apóstol las había hecho, afligido del temor natural y mucho más de la crueldad de Lucifer.
Postróse luego en tierra la divina Señora y con lágrimas pidió por San Pedro, representando su fragilidad con los
méritos de su Hijo santísimo. El mismo Señor despertó el corazón de Pedro y le reprendió benignamente, mediante la
luz que le envió para que conociese su culpa y la llorase. Al punto se salió el Apóstol de la casa del Pontífice,
rompiendo su corazón con íntimo dolor y lágrimas por su caída, y para llorarla con amargura se fue a una cueva, que
ahora llaman del Gallicanto, donde lloró con confusión y dolor vivo; y dentro de tres horas volvió a la gracia y alcanzó
perdón de sus delitos, aunque los impulsos y santas inspiraciones se continuaron siempre. Y la purísima Madre y Reina
del cielo envió uno de sus Ángeles que ocultamente le consolase y moviese con esperanza al perdón, porque con el
desmayo de esta virtud no se le retardase. Fue el Santo Ángel con orden de que no se le manifestase, por haber tan
poco que el Apóstol había cometido su pecado. Todo lo ejecutó el Ángel sin que San Pedro le viese, y quedó el gran
penitente confortado y consolado con las inspiraciones del Ángel y perdonado por intercesión de María santísima.

Doctrina que me dio la gran Reina y Señora.

1280. Hija mía, el sacramento misterioso de los oprobios, afrentas y desprecios que padeció mi Hijo santísimo, es un
libro cerrado que sólo se puede abrir y entender con la divina luz, como tú lo has conocido y en parte se te ha
manifestado, aunque escribes mucho menos de lo que entiendes, porque no lo puedes todo declarar. Pero como se te
desplega y hace patente en el secreto de tu corazón, quiero que quede en él escrito y que en la noticia de este ejemplar
vivo y verdadero estudies la divina ciencia que la carne ni la sangre no te pueden enseñar, porque ni la conoce el
mundo ni merece conocerla. Esta filosofía divina consiste en aprender y amar la felicísima suerte de los pobres, de los
humildes, de los afligidos, despreciados y no conocidos entre los hijos de la vanidad. Esta escuela estableció mi Hijo
santísimo y amantísimo en su Iglesia, cuando en el monte predicó y propuso a todos las ocho bienaventuranzas. Y
después, como catedrático que ejecuta la doctrina que enseña, la puso en práctica, cuando en la pasión y oprobios
renovó los capítulos de esta ciencia que en sí mismo ejecutaba, como lo has escrito (Cf. supra n. 1275). Pero con todo
eso, aunque la tienen presente los católicos y está pendiente ante ellos este libro de la vida, son muy pocos y contados
los que entran en esta escuela y estudian en este libro, e infinitos los estultos y necios que ignoran esta ciencia, porque
no se disponen para ser enseñados en ella.

1281. Todos aborrecen la pobreza y están sedientos de las riquezas, sin que les desengañe su falacia. Infinitos son
los que siguen a la ira y la venganza y desprecian la mansedumbre. Pocos lloran sus miserias verdaderas, y trabajan
muchos por la consolación terrena; apenas hay quien ame la justicia y quien no sea injusto y desleal con sus prójimos.
La misericordia está extinguida, la limpieza de los corazones violada y oscurecida, la paz estragada: nadie perdona, ni
quiere padecer, no sólo por la justicia, pero mereciendo de justicia padecer muchas penas y tormentos huyen todos
injustamente de ellos. Con esto, carísima, hay pocos bienaventurados a quien les alcancen las bendiciones de mi
Hijo santísimo y las mías. Y muchas veces se te ha manifestado el enojo y justa indignación del Altísimo contra los
profesores de la fe, porque, a vista de su ejemplar y Maestro de la vida, viven casi como infieles; y muchos son más
aborrecibles porque ellos son los que de verdad desprecian el fruto de la redención que confiesan y conocen y en la
tierra de los santos obran la maldad con impiedad y se hacen indignos del remedio que con mayor misericordia se les
puso en las manos.

1282. De ti, hija mía, quiero trabajes por llegar a ser bienaventurada, siguiéndome por imitación perfecta, según las
fuerzas de la gracia que recibes, para entender esta doctrina escondida de los prudentes y sabios del mundo. Cada día
te manifiesto nuevos secretos de mi sabiduría, para que tu corazón se encienda y te alientes extendiendo tus manos a cosas fuertes. Y ahora te añado un ejercicio que yo hice, que en parte puedas imitarme. Ya sabes que desde el primer
instante de mi concepción fui llena de gracia, sin la mácula del pecado original y sin participar sus efectos; y por este
singular privilegio fui desde entonces bienaventurada en las virtudes sin sentir la repugnancia ni contradicción
que vencer, ni hallarme deudora de qué pagar ni satisfacer por culpas propias mías. Con todo esto, la divina ciencia me
enseñó que por ser hija de Adán en la naturaleza que había pecado, aunque no en la culpa cometida, debía humillarme
más que el polvo. Y porque yo tenía sentidos de la misma especie de aquellos con que se había cometido la
inobediencia y sus malos efectos que entonces y después se sienten en la condición humana, debía yo por solo este
parentesco mortificarlos, humillarlos y privarlos de la inclinación que en la misma naturaleza tenían. Y procedía como
una hija fidelísima de familias, que la deuda de su padre y de sus hermanos, aunque a ella no la alcanza, la tiene por
propia y procura pagarla y satisfacer por ella con tanto más diligencia, cuanto ama a su padre y hermanos y ellos
menos pueden pagarla y desempeñarse, y nunca descansa hasta conseguirlo. Esto mismo hacía yo con todo el linaje
humano, cuyas miserias y delitos lloraba; y porque era hija de Adán mortificaba en mí los sentidos y potencias con que
él pecó y me humillaba como corrida y rea de su pecado e inobediencia, aunque no me tocaba, y lo mismo hacía por
los demás que en la naturaleza son mis hermanos. No puedes tú imitarme en las condiciones dichas, porque eres
participante de la culpa. Pero eso mismo te obliga a que me imites en lo demás que yo obraba sin ella, pues al tenerla,
y la obligación de satisfacer a la divina justicia, te ha de compeler a trabajar sin cesar por ti y los prójimos y a
humillarte hasta el polvo, porque el corazón contrito y humillado inclina a la verdadera piedad para usar de misericordia.

CAPITULO 17
 

Lo que padeció nuestro Salvador Jesús después de la negación de San Pedro hasta la mañana y el dolor grande de su Madre santísima.

1283. Este paso dejaron en silencio los Sagrados Evangelistas sin haber declarado dónde y qué padeció el autor de la
vida después de la negación de San Pedro y oprobios que Su Majestad recibió en casa de Caifás y en su presencia hasta
la mañana, cuando todos refieren la nueva consulta que hicieron para presentarle a Pilatos, como se verá en el capítulo
siguiente. Yo dudaba en proseguir este paso y manifestar lo que de él se me ha dado a entender, porque juntamente se
me ha mostrado que no todo se conocerá en esta vida, ni conviene se diga a todos, porque el día del juicio se harán
patentes a los hombres éste y otros sacramentos de la vida y pasión de nuestro Redentor. Y para lo que yo puedo
manifestar, no hallo razones adecuadas a mi concepto, y menos al objeto que concibo, porque todo es inefable y sobre
mi capacidad. Pero obedeciendo diré lo que alcanzo, para no ser reprendida porque callé la verdad, que tanto confunde
y condena nuestra vanidad y olvido. Yo confieso en presencia del cielo mi dureza, pues no muero de confusión y dolor
por haber cometido culpas que costaron tanto al mismo Dios que me dio el ser y vida que tengo. No podemos ya
ignorar la fealdad y peso del pecado, pues hizo tal estrago en el mismo autor de la gracia y de la gloria. Yo seré la más
ingrata de todos los nacidos, si desde hoy no aborreciere la culpa más que a la muerte y como al mismo demonio, y
esta deuda intimo y amonesto a todos los católicos hijos de la Iglesia Santa.

1284. Con los oprobios que recibió Cristo nuestro bien en presencia de Caifás quedó la envidia del ambicioso
pontífice y la ira de sus coligados y ministros muy cansada aunque no saciada. Pero, como ya era pasada la media
noche, determinaron los del concilio, que mientras dormían quedase nuestro Salvador a buen recado y seguro de que
no huyese hasta la mañana. Para esto le mandaron encerrar atado como estaba en un sótano que servía de calabozo
para los mayores ladrones y facinerosos de la república. Era esta cárcel tan oscura que casi no tenía luz y tan inmunda
y de mal olor que pudiera infestar la casa, si no estuviera tan tapada y cubierta, porque había muchos años que no la
habían limpiado ni purificado, así por estar muy profunda como porque las veces que servía para encerrar tan malos
hombres no reparaban en meterlos en aquel horrible calabozo, como a gente indigna de toda piedad y bestias indómitas
y fieras.

1285. Ejecutóse lo que mandó el concilio de maldad, y los ministros llevaron y encarcelaron al Criador del cielo y de
la tierra en aquel inmundo y profundo calabozo. Y como siempre estaba aprisionado en la forma que vino del
huerto, pudieron estos obradores de la iniquidad continuar a su salvo la indignación que siempre el príncipe de las
tinieblas les administraba, porque llevaron a Su Majestad tirando de las sogas y casi arrastrándole con inhumano furor
y cargándole de golpes y blasfemias execrables. En un ángulo de lo profundo de este sótano salía del suelo un escollo o
punta de un peñasco tan duro, que por eso no le habían podido romper. Y en esta peña, que era como un pedazo de
columna, ataron y amarraron a Cristo nuestro bien con los extremos de las sogas, pero con un modo desapiadado;
porque dejándole en pie, le pusieron de manera que estuviese amarrado y juntamente inclinado el cuerpo, sin que
pudiera estar sentado, ni tampoco levantado derecho el cuerpo para aliviarse, de manera que la postura vino a ser
nuevo tormento y en extremo penoso. Con esta forma de prisión le dejaron y le cerraron las puertas con llave,
entregándola a uno de aquellos pésimos ministros que cuidase de ella.

1286. Pero el Dragón infernal en su antigua soberbia no sosegaba y siempre deseaba saber quién era Cristo, e
irritando su inmutable paciencia inventó otra nueva maldad, revistiéndose en aquel depravado ministro y en otros.
Puso en la imaginación del que tenía la llave del divino preso y del mayor tesoro que posee el cielo y la tierra, que
convidase a otros de sus amigos de semejantes costumbres que él, para que todos juntos bajasen al calabozo donde
estaba el Maestro de la vida a tener con él un rato de entretenimiento, obligándole a que hablase y profetizase, o hiciese alguna cosa inaudita, porque tenían a Su Majestad por mágico y adivino. Y con esta diabólica sugestión
convidó a otros soldados y ministros, y determinaron ejecutarlo. Pero en el ínterin que se juntaron, sucedió que la
multitud de Ángeles que asistían al Redentor en su pasión, luego que le vieron amarrado en aquella postura tan
dolorosa y en lugar tan indigno e inmundo, se postraron ante su acatamiento, adorándole por su Dios y Señor
verdadero, y dieron a Su Majestad tanto más profunda reverencia y culto cuanto era más admirable en dejarse tratar
con tales oprobios por el amor que tenía a los mismos hombres. Cantáronle algunos himnos y cánticos de los que su
Madre purísima había hecho en alabanza suya, como arriba dije (Cf. supra n. 1277). Y todos los espíritus celestiales le
pidieron en nombre de la misma Señora que, pues no quería mostrar el poder de su diestra en aliviar su humanidad
santísima, les diese a ellos licencia para que le desatasen y aliviasen de aquel tormento y le defendiesen de aquella
cuadrilla de ministros que instigados del demonio se prevenían para ofenderle de nuevo.

1287. No admitió Su Majestad este obsequio de los Ángeles y les respondió diciendo: Espíritus y ministros de mi
Eterno Padre, no es mi voluntad recibir ahora alivio en mi pasión, y quiero padecer estos oprobios y tormentos, para
satisfacer a la caridad ardiente con que amo a los hombres y dejar a mis escogidos y amigos este ejemplo, para que me
imiten y en la tribulación no desfallezcan, y para que todos estimen los tesoros de la gracia, que les merecí con
abundancia por medio de estas penas. Y quiero asimismo justificar mi causa, para que el día de mi indignación sea
patente a los réprobos la justicia con que son condenados por haber despreciado mi acerbísima pasión, que recibí para
buscarles el remedio. A mi Madre diréis que se consuele en esta tribulación, mientras llega el día de la alegría y
descanso, que me acompañe ahora en el obrar y padecer por los hombres, que de su afecto compasivo y de todo lo que
hace recibo agrado y complacencia.—Con esta respuesta fueron los Santos Ángeles a su gran Reina y Señora y con la
embajada sensible la consolaron, aunque por otra noticia no ignoraba la voluntad de su Hijo santísimo y todo lo que
sucedía en casa del pontífice Caifás. Y cuando conoció la nueva crueldad con que dejaron amarrado al Cordero del
Señor y la postura de su cuerpo santísimo tan penosa y dura, sintió la purísima Madre el mismo dolor en su
purísima persona, como también sintió el de los golpes, bofetadas y oprobios que hicieron contra el autor de la vida;
porque todo resonaba como un milagroso eco en el virginal cuerpo de la candidísima paloma, y un mismo dolor y pena
hería al Hijo y a la Madre, y un cuchillo los traspasaba, diferenciándose en que padecía Cristo como Hombre-Dios y
Redentor único de los hombres y María santísima como pura criatura y coadjutora de su Hijo santísimo.

1288. Cuando conoció que Su Majestad daba permiso para que entrase en la cárcel aquella vilísima canalla de
ministros, incitados por el demonio, hizo la amorosa Madre amargo llanto por lo que había de suceder. Y previniendo
los intentos sacrílegos de Lucifer, estuvo muy atenta para usar de la potestad de Reina y no consentir se ejecutase
contra la persona de Cristo nuestro bien acción alguna indecente, como la intentaba el Dragón por medio de la
crueldad de aquellos infelices hombres. Porque si bien todas eran indignas y de suma irreverencia para la persona
divina de nuestro Salvador, pero en algunas podía haber menos decencia, y éstas las procuraba introducir el enemigo
para provocar la indignación del Señor, cuando con las demás que había intentado no podía irritar su mansedumbre.
Fueron tan raras y admirables, heroicas y extraordinarias las obras que hizo la gran Señora en esta ocasión y en todo el
discurso de la pasión, que ni se pueden dignamente referir ni alabar, aunque se escribieran muchos libros de solo este
argumento, y es fuerza remitirlo a la visión de la divinidad, porque en esta vida es inefable para decirlo.

1289. Entraron, pues, en el calabozo aquellos ministros del pecado, solemnizando con blasfemias la fiesta que se
prometían con las ilusiones y escarnios que determinaban ejecutar contra el Señor de las criaturas. Y llegándose a
él comenzaron a escupirle asquerosamente y darle de bofetadas con increíble mofa y desacato. No respondió Su
Majestad ni abrió su boca, no alzó sus soberanos ojos, guardando siempre humilde serenidad en su semblante.
Deseaban aquellos ministros sacrílegos obligarle a que hablase o hiciese alguna acción ridícula o extraordinaria, para
tener más ocasión de celebrarle por hechicero y burlarse de él, y como vieron aquella mansedumbre inmutable se
dejaron irritar más de los demonios que asistían con ellos. Desataron al divino Maestro de la peña donde estaba
amarrado y le pusieron en medio del calabozo, vendándole los sagrados ojos con un paño, y puesto en medio de todos
le herían con puñadas, pescozones y bofetadas, uno a uno, cada cual a porfía, con mayor escarnio y blasfemia,
mandándole que adivinase y dijese quién era el que le daba. Este linaje de blasfemias replicaron los ministros en esta
ocasión, más que en presencia de Anás, cuando refieren San Mateo (Mt 26, 67), San Marcos (Mc 14, 65) y San Lucas
(Lc 2264) este caso, comprendiendo tácitamente lo que sucedió después.

1290. Callaba el Cordero mansísimo a esta lluvia de oprobios y blasfemias, y Lucifer, que estaba sediento de que
hiciese algún movimiento contra la paciencia, se atormentaba de verla tan inmutable en Cristo nuestro Señor, y con
infernal consejo puso en la imaginación de aquellos sus esclavos y amigos que le desnudasen de todas sus vestiduras y
le tratasen con palabras y acciones fraguadas en el pecho de tan execrable demonio. No resistieron los soldados a esta
sugestión y quisieron ejecutarla. Este abominable sacrilegio estorbó la prudentísima Señora con oraciones, lágrimas y
suspiros y usando del imperio de Reina, porque pedía al Eterno Padre no concurriese con aquellas causas segundas
para tales obras, y a las mismas potencias de los ministros mandó no usasen de la virtud natural que tenían para obrar.
Con este imperio sucedió que nada pudieron ejecutar aquellos sayones de cuanto el demonio y su malicia en esto les
administraba, porque muchas cosas se les olvidaban luego, otras que deseaban no tenían fuerzas para ejecutarlas,
porque quedaban como helados y pasmados los brazos hasta que retrataban su inicua determinación. Y en mudándola
volvían a su natural estado, porque aquel milagro no era entonces para castigarlos, sino para sólo impedir las acciones
más indecentes y consentir las que menos lo eran, o las de otra especie de irreverencia que el Señor quería permitir.

1291. Mandó también la poderosa Reina a los demonios que enmudeciesen y no incitasen a los ministros en aquellas
maldades indecentes que Lucifer intentaba y quería proseguir. Y con este imperio quedó el Dragón quebrantado en
cuanto a lo que se extendía la voluntad de María santísima y no pudo irritar más la indignación estulta de aquellos
depravados hombres, ni ellos pudieron hablar ni hacer cosa indecente, más de en la materia que se les permitió. Pero
con experimentar en sí mismos aquellos efectos tan admirables como desacostumbrados, no merecieron
desengañarse ni conocer el poder divino, aunque unas veces se sentían como baldados y otras libres y sanos, y
todo de improviso, y lo atribuían a que el Maestro de la verdad y de la vida era hechicero y mágico. Y con este error
diabólico perseveraron en hacer otros géneros de burlas injuriosas y tormentos a la persona de Cristo, hasta que
conocieron corría ya muy adelante la noche y entonces volvieron a amarrarle de nuevo al peñasco y dejándole atado se
salieron ellos y los demonios. Fue orden de la divina Sabiduría cometer a la virtud de María santísima la defensa de la
honestidad y decencia de su Hijo purísimo en aquellas cosas que no convenía ser ofendida del consejo de Lucifer y sus
ministros.

1292. Quedó solo otra vez nuestro Salvador en aquel calabozo, asistido de los espíritus angélicos, llenos de
admiración de las obras y secretos juicios de Su Majestad en lo que había querido padecer, y por todo le dieron
profundísima adoración y le alabaron magnificando y exaltando su santo nombre. Y el Redentor del mundo hizo una
larga oración a su Eterno Padre, pidiendo por los hijos futuros de su Iglesia evangélica y dilatación de la fe y por los
Apóstoles, especialmente por San Pedro, que estaba llorando su pecado. Pidió también por los que le habían injuriado
y escarnecido, y sobre todo convirtió su petición para su Madre santísima y por los que a su imitación fuesen afligidos
y despreciados del mundo y por todos estos fines ofreció su pasión y muerte que esperaba. Al mismo tiempo le
acompañó la dolorosa Madre con otra larga oración y con las mismas peticiones por los hijos de la Iglesia y por sus
enemigos, y sin turbarse ni recibir indignación ni aborrecimiento contra ellos; sólo contra el demonio le tuvo, como
incapaz de la gracia por su irreparable obstinación. Y con llanto doloroso habló con el Señor y le dijo:

1293. Amor y bien de mi alma, Hijo y Señor mío, digno sois de que todas las criaturas os reverencien, honren y
alaben, que todo os lo deben, porque sois imagen del Eterno Padre y figura de su sustancia, infinito en vuestro ser y
perfecciones, sois principio y fin de toda santidad. Si ellas sirven a vuestra voluntad con rendimiento, ¿cómo ahora,
Señor y bien eterno, desprecian, vituperan, afrentan y atormentan vuestra persona digna de supremo culto y
adoración?, ¿cómo se ha levantado tanto la malicia de los hombres?, ¿cómo se ha desmandado la soberbia hasta poner
su boca en el cielo?, ¿cómo ha sido tan poderosa la envidia? Vos sois el único y claro sol de justicia que alumbra y
destierra las tinieblas del pecado. Sois la fuente de la gracia, que a ninguno se niega si la quiere. Sois el que por liberal
amor dais el ser y movimiento a los que le tienen en la vida y conservación a las criaturas, y todo pende y necesita de
Vos sin que nada hayáis menester. Pues ¿qué han visto en vuestras obras? ¿Qué han hallado en vuestra persona, para
que así la maltraten y vituperen? ¡Oh fealdad atrocísima del pecado, que así has podido desfigurar la hermosura del
cielo y oscurecer los claros soles de su venerable rostro! ¡Oh cruenta fiera que tan sin humanidad tratas al mismo
Reparador de tus daños! Pero ya, Hijo y Dueño mío, conozco que sois Vos el Artífice del verdadero amor, el Autor de
la salvación humana, el Maestro y Señor de las virtudes, que en Vos mismo ponéis en práctica la doctrina que enseñáis
a los humildes discípulos de Vuestra escuela. Humilláis la soberbia, confundís la arrogancia y para todos sois ejemplo
de salvación eterna. Y si queréis que todos imiten Vuestra inefable paciencia, a mí me toca la primera, que administré
la materia y Os vestí de carne pasible en que sois herido, escupido y abofeteado. ¡Oh si yo sola padeciera tantas penas
y Vos, inocentísimo Hijo mío, estuvierais sin ellas! Y si esto no es posible, padezca yo con Vos hasta la muerte. Y
vosotros, espíritus soberanos, que admirados de la paciencia de mi amado conocéis su deidad inconmutable y la
inocencia y dignidad de su verdadera humanidad, recompensad las injurias y blasfemias que recibe de los hombres.
Dadle testimonio de su magnificencia y gloria, sabiduría, honor, virtud y fortaleza (Ap 5, 12). Convidad a los cielos,
planetas, estrellas y elementos para que todos le conozcan y confiesen; y ved si por ventura hay otro dolor que se
iguale al mío (Lam 1, 12).—Estas razones tan dolorosas y otras semejantes decía la purísima Señora, con que
descansaba algún tanto en la amargura de su pena y dolor.

1294. Fue incomparable la paciencia de la divina Princesa en la muerte y pasión de su amantísimo Hijo y Señor,
porque jamás le pareció mucho lo que padecía, ni la balanza de los trabajos igualaba a la de su afecto, que medía con el
amor y con la dignidad de su Hijo santísimo y sus tormentos, ni en todas las injurias y desacatos que se hacían contra
el mismo Señor se hizo parte para sentirlos por sí misma, ni los reputó por propios, aunque todos los conoció y lloró en
cuanto eran contra la Divina Persona y en daño de los agresores, y por todos oró y rogó, para que el Muy Alto los
perdonase y apartase de pecado y de todo mal y los ilustrase con su divina luz para conseguir el fruto de la Redención.

Doctrina de la Reina del cielo María santisima.

1295. Hija mía, escrito está en el evangelio (Jn 5, 27) que el Padre Eterno dio a su Unigénito y mío la potestad para
juzgar y condenar a los réprobos el último día del juicio universal. Y esto fue muy conveniente, no sólo para que
entonces vean todos los juzgados y reos al Juez supremo que conforme a la voluntad y rectitud divina los condenará,
sino también para que vean y conozcan aquella misma forma de su humanidad santísima en que fueron redimidos y se
le manifiesten en ella los tormentos y oprobios que padeció para rescatarlos de la eterna condenación; y el mismo
Señor y Juez que los ha de juzgar les hará este cargo. Al cual así como no podrán responder ni satisfacer, así será esta
confusión el principio de la pena eterna que merecieron con su ingratitud obstinada, porque entonces se hará
notoria y patente la grandeza de la misericordia piadosísima con que fueron redimidos y la razón de la justicia con que son condenados. Grande fue el dolor, acerbísimas las penas y amarguras que había padecido mi Hijo santísimo, porque
no habían de lograr todos el fruto de la Redención, y esto traspasó mi corazón al tiempo que le atormentaban,
juntamente el verle escupido, abofeteado, blasfemado y afligido con tan impíos tormentos, que no se pueden conocer
en la vida presente y mortal. Yo lo conocí digna y claramente, y a la medida de esta ciencia fue mi dolor, como lo era el
amor y reverencia de la persona de Cristo, mi Señor y mi Hijo. Pero después de estas penas fueron las mayores por
conocer que, con haber padecido Su Majestad tal muerte y pasión por los hombres, se habían de condenar tantos a
vista de aquel infinito valor.

1296. En este dolor también quiero que me acompañes y me imites y te lastimes de esta lamentable desdicha,
que entre los mortales no hay otra digna de ser llorada con llanto lastimoso, ni dolor que se compare a éste.
Pocos hay en el mundo que adviertan en esta verdad con la ponderación que se debe. Pero mi Hijo y yo admitimos
con especial agrado a los que nos imitan en este dolor y se afligen por la perdición de tantas almas. Procura tú,
carísima, señalarte en este ejercicio y pide, que no sabes cómo lo aceptará el Altísimo. Pero has de saber sus promesas,
que al que pidiere le darán y a quien llamare le abrirán la puerta de sus tesoros infinitos. Y para que tengas qué
ofrecerle, escribe en tu memoria lo que padeció mi Hijo santísimo y tu Esposo por mano de aquellos ministros viles y
depravados hombres y la invencible paciencia, mansedumbre y silencio con que se sujetó a su inicua voluntad. Y con
este dechado, desde hoy trabaja para que en ti no reine la irascible, ni otra pasión de hija de Adán, y se engendre en tu
pecho un aborrecimiento eficaz del pecado de la soberbia, de despreciar y ofender al prójimo. Y pide y solicita con el
Señor la paciencia, mansedumbre, apacibilidad y amor a los trabajos y cruz del Señor. Abrázate con ella, tómala con
piadoso afecto y sigue a Cristo tu esposo, para que le alcances.

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